Lo verdaderamente doloroso en la historia del oficinista Samsa no es tal vez que amanezca transformado en un monstruoso insecto, no sabemos con seguridad de qué especie, por hacer una taxonomía o por abrumarnos menos el miedo, tampoco las causas de la metamorfosis, sino el hecho de que esa circunstancia trastoque su rutina y falte al trabajo. Hay una certeza imborrable: la de asistir a la claudicación de un individuo (ataviado con la misma humana fragilidad que detenta cualquier otro) y la construcción (brusca) de una criatura patética y repulsiva, con la que se presenta en la narración y que la condiciona enteramente. Borrados los rasgos humanos o arrumbados a un confinamiento remoto de su cabeza, el monstruoso Gregor Samsa reclama humanidad a los suyos, pero no la consigue, lo cual refuerza la suya propia, incluso vestida de horror, manifestada en la tristeza de los ojos, quizá no hubiese más indicios de que ahí adentro se afanara por aflorar. El sustento de la familia, que de depende de él, se viene abajo, pero el padre lo desprecia, no así Grete, la hermana atenta, que lo comprende y asiste al principio. Con vistas a mejorar la economía de la casa, se decide alquiler una de las habitaciones. Gregor es el fantasma. Se sabe que ocupa una parte de la vida doméstica, pero no se le hace aprecio alguno. La música de violín que toca Grete una noche despierta cierta conciencia de humanidad en la criatura. No era ánimo suyo asustar a nadie, pero la evidencia de su monstruosidad cercena cualquier arrimo de ternura. Todo eso fue antes de que la cabeza de la bestia pesara más de lo razonable y Samsa no pudiera manejar el cuerpo, que era ya un dolor entero, una claudicación absoluta del alma. Pensó en su familia con cariño y con emoción, cuenta el padre Franz Kafka. "En ese estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó contra el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro". La asistenta, al descubrir a Gregor en el suelo, le conmina a que manifieste algún signo de vida con la escoba. Todos dieron gracias a Dios, que es afectuoso con la enfermedad y retira de quienes larga y penosamente la padecen su manto de decadencia y de sufrimiento. Dieron cuenta de la pena que insoportablemente les ocupaba con unas lágrimas. También hicieron planes para el futuro: una casa a estrenar, aires nuevos. Grete estaba hecha ya una mujercita. Ni de eso se habían percatado mientras su hermano padecía el rigor de la transformación. Habrá que buscarle un marido, sentenciaron, felices y renovados.
Kafka dejó instrucciones a su editor sobre la conveniencia de que ninguna ilustración acompañara al texto. No quería (se obstinó mucho a ese respecto, al parecer) que el lector manejara información añadida a la vertida por él, al texto brutal y sin concesiones. Todos somos Kafka a veces. Nos acostamos siendo una cosa y somos otra al levantarnos. Se tiene constancia de esa aberración, pero no nos parece diferente a la que sufren los demás, que exhiben el mismo desquicio físico. Todos somos Gregor Samsa. Se nos quiere hasta que de pronto exhibimos un comportamiento erróneo. Hay días en los que percibes que eres otro al poner el primerizo pie de la mañana en el suelo. Estamos postrados en una cama, el vientre se abomba monstruosamente y al costado nos crecen alarmantes patas. Perpleja, la familia nos conmina a que nos recluyamos. Por el bien de todos, por el nuestro. No somos dignos, no merecemos piedad, parecen decir. Damos miedo, somos el miedo. Kafka no bruñó a su criatura, la alumbró sin que ninguna de sus deformidades constituyeran amenaza, pero todo él era una amenaza. Igual que no sabemos las causas por las que Joseph K. fue condenado, tampoco sabemos las que llevan a Samsa al postración (aunque tenga alas, eso es un detalle importante, el hecho de que no acabara volando Samsa, lo cual añade absurdo a todo el relato) y a la humillación física y mental. Duele (al verlo) la humanidad que no acaba de aflorar e imponerse a la mutación que nos cuentan nada más empezar la trama: se queda abajo, no prospera, se da por hecho de que no habrá vuelta atrás. Es la evidencia de que no podemos confiar en que mañana no seamos nosotros los mutados, de que no hay nada fiable a lo que asirnos y que en cualquier momento puede irrumpir el caos y hacer que todo adquiera la inconsistencia del absurdo. Lo más curioso, lo que a este cronista de sus vicios más le fascina, es la justeza con la que Kafka vierte el quebranto de su personaje, cómo censura cualquier alarde sintáctico para que la historia suceda con verosímil fluidez. Toda esa degradación que sufre el protagonista es la misma a la que íntimamente se teme desde que tenemos conciencia de que existe la enfermedad y que puede reducirnos a escombros. Duele también la incivil ocupación de su convalecencia por parte de los suyos: lo alimentan, lo consideran una excentricidad, una anomalía de la naturaleza que les ha tocado en desgracia, pero llega un momento en que deciden deshacerse de él, se desentienden de la humanidad que se supone todavía anida ahí debajo, en algún lugar bajo el espeluznante caparazón de ese (creemos) escarabajo, a todas luces parece la opción más conveniente. No sé si podremos convenir que La metamorfosis continúa ofreciendo una lectura igual de inquietante que cuando fue escrita, albores de la Primera Guerra Mundial. Si su sentido no es todavía el mismo: la sinrazón de la vida, la cruenta cuenta de los dolores, la sensación de que el hombre es un animal extraño, desarrolle alas o patas o antenas. Es capaz de todo el horror. Está facultado para desoír todo el horror que acaba de causar.
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