1.3.22

Materia sensible

 No sé de qué salva escribir, pero no puedo concebir una vida sin que me la cuenten, sin que otros escriban para que yo los lea. Cuando el volumen de lectura es brutal, no escribo. Prescindo de interferir en esa restitución metódica que proporcionan las historias ajenas, las que yo no controlo. De hecho se trata de una cuestión de orden y de principios. El escribir te da la libertad que no te proporciona casi nada en este mundo. No compongo música, ni pinto, ni me aplico en ninguna manifestación artística en la que no intervengan palabras. Insisto en decir que no hay nada parecido. Todas las cosas placenteras que ganan en esplendor a la escritura no alcanzan la satisfacción moral (o estética o intelectual) que te ocupa el alma entera cuando escribes. Es curioso otro hecho: el de la convivencia entre el lector y el escritor, entre quien elige la opción de que le narren o el que se decanta por narrar él mismo o, en el peor de los casos, en el más doméstico y también triste, el de narrarse. Lo que ocurre cuando uno lee es que la soledad adquiere un sentido formidable. Escribir también embellece la soledad, la acaricia y la adora sin doblez alguna. No buscamos nada, no se desea escapar del mundo, no es ése el motivo que causa ese placer, ese amor puro. Uno entra y sale de la realidad cuando lee o cuando escribe. Entradas y salidas de duración variable. Recuerdo haber estado una noche entera leyendo de modo convulso, un poco enfermizo. Se me reprendió en casa, hace mucho tiempo de eso, el hecho de que castigara así mi vigilia, que la forzara a ese trasnoche libresco, que no tenía (a ojos de los que me censuraban) sentido alguno. Lo tiene, sí  lo tiene. La realidad, de la que no se huye necesariamente, está a mano y sólo el que ha metido su cabeza en un libro conoce la alegría que produce el regreso a lo real, a sus primores sencillos, incluso a su rudeza. Se sabe que existe un refugio, una especie de búnker, de patio privado, de sueño dirigido a placer por otro y volcado en nosotros. Nunca agradeceremos lo suficiente la existencia de que Robert Louis Stevenson escribiese La isla del tesoro o de que Robert Walser, antes de que le devorara la locura, dejase escrito Jakov Von Gutten, la novela que acabo de terminar hace poco más de una hora y de la que todavía no he salido, por más que me haya puesto un café en la cocina o de que haya estado hablando con mi mujer sobre lo que ha acontecido hoy en la escuela. Los libros de verdad son los que se quedan adentro. No se tiene una propiedad perenne, pero están siempre ahí cuando les pedimos asilo, cobijo, la posibilidad de que nos permitan volver a ellos, aunque no los toquemos, ni recordemos fiablemente cada pequeña trama de las muchas que nos confiaron..


A lo que no renunciamos es a esa posesión preciosa, no se sacrifica, no se canjea: en mi cabeza sigue existiendo el Capitán Trueno. Una parte considerable de todos esos recuerdos de la infancia está impregnados de sus aventuras. Las conozco, he vivido con ellas durante cuarenta años. Están a recaudo Goliath, Crispín y Sigrid. Ahora pienso en cómo la miraba. Sigrid, la reina de la isla de Thule, podría haber sido ese primer amor inalcanzable, la constatación brutal de que yo deseaba ser el Capitán Trueno y poder acudir en su ayuda cuando, ah Víctor Mora, ah Miguel Ambrosio, me la raptabais, la metíais en aventuras y la salvabais al final del capítulo, cuando todo parecía que estaba abocado al desastre. Ésa es la herencia que he recibido: la imagen imperecedera de su arrojo  y de su belleza, las dos cosas juntamente. Nunca después una heroína parecida o, de haber existido alguna, sería de rango menor, llegada a destiempo, en esa edad en la que uno ya conoce el valor de la fantasía y la crudeza de lo real. La literatura, no necesariamente la Gran Literatura, sino la pedestre, la de escuchar las historias y recorrer el mundo a sus lomos, perdura con la misma intensidad que los recuerdos de lo que hemos vivido. No es posible separar un ámbito del otro. En cierto modo, cuando pienso ahora en los años en que empecé a leer a Cortázar, se me viene a la cabeza la Facultad en la que estudié y los amigos que me hice y ahí anda, de por medio, entrando y saliendo de la escena, la Maga, fumando Gitanes, escuchando a los demás, sin entrar al trapo mucho o, de hacerlo, entrando con fiereza. Tantos años después, sin que flaquee ese aprendizaje, sigue uno leyendo historias. Las desea con más ardor, las anhela con mayor empeño. Hay historias que no sé contarme, que no es posible que yo pueda escribirlas. De ahí que lampe por encontrar una voz que me las susurre. Da igual que sea el Capitán Trueno o Funés el Memorioso, Travis Bickle, La Maga, Dorian Grey, Frankenstein, Gregor Samsa, el coronel Kurtz, Peter Parker, el capitán Ahab, Dartagnan, Gatsby, el reverendo Harry Powell, Jekyll o Hyde, Scrooge, Luke Skywalker, Norman Bates, Rufus T. Firefly, Smiley, Holden Caulfield, Humbert Humbert con su Lolita, Romeo con su Julieta, Alicia, Alonso Quijano, Peter Pan, Atticus Finch, Sherlock Holmes, Sam Spade, Jane Marple, Justine, Buzz Lightyear, Shylock, Bonnie con su Clyde, George Bailey, Darth Vader, el inspector Closeau, Harry Callahan, King Kong, José Arcadio Buendía, Roy Blaine, Jack Torrance, el Jabato, Conan el Bárbaro, Indiana Jones, Drácula, Monsieur Hulot, Vito Corleone, Norman Bates, Thomas Ripley, Tarzán, el Doctor Mabuse, Nosferatu, Juan de Mairena, Jim Hawkins, James Bond, Lisbeth Salander, Stephen Dedalus, Phileas Fogg, Oliver Twist, Pennywise, Hercules Poirot, El Pequeño Nicolás, Pippi Calzaslargas, Pinocho, Montaigne, Robert l. Stevenson, Eddie el Relámpago, Funés el memorioso, Mickey con su Pato Donald, Scarlett O'Hara, el profesor Tarantoga, Mycroft, Othello, Joel Barish con su Clementine, John Silver el Largo, George Kaplan, el Padre Brown o Íñigo Montoya, y me dejo tantos...Los personajes van y vienen, pero nunca se van. Se puede contar con ellos, se dejan querer y nos acompañan a menudo sin que tengamos que pedir que acudan. 

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