Ladislav Loewenestein nació en Hungría (otrora Imperio Astrohúngaro, aquí pensamos con admiración y chanza en Berlanga) a comienzos del siglo XX. En esta foto tenía 40 años. Su desmedida afición por el teatro le hizo dejar su país antes de cumplir los 20 y buscarse la vida en Suiza. Allí trabajó de cajista para pagar las clases y que su nombre sonara en la escena dramática de la época. Bertold Bretch lo apadrinó y Fritz Lang le hizo M, el vampiro de Dusseldorf, aunque Loewenestein no confiaba en el cine ni apreciaba la emergencia de un arte que, comparado al teatro, no dejaba de ser un entretenimiento pasajero, una moda de feriantes y comerciantes espabilados. Su ascendencia judía, no obstante, le haría razonar el error y enseguida volcó su talento en el cine. Eso era 1.934. Tres años después, huyendo del terror nazi, trabajó con Alfred Hitchcock en El hombre que sabía demasiado, versión inglesa. Después vendría el encasillamiento: decenas de películas para la posteridad. Su aspecto desvalido, esa fragilidad, la indefensión que exhibía su rostro extraño se afiliaba a dos tipos de interpretaciones: la del atormentado y la del inocente; la del hombre atribulado y solo, fatalmente ungido por la mala suerte, por la miseria moral de un tiempo siempre en zozobra, es decir, el cine negro puro, y la del hombre digno de lástima, escasamente dotado para el mal, pero empujado a él por designios irreparables. El segundón perfecto, el actor gremial y esforzado, siempre vivió encadenado a su aspecto. No recuerdo, salvo Charles Laughton, otro actor más esclavizado que éste a un perfil y a un gesto, a un rostro imposible de olvidar y a un rol perdurable, por encima de que le llamaran para hacer una comedia de altura (Arsénico por compasión) o un thriller de la mejor enjundia (La máscara de Dimitrios). Curiosamente ambas obras maestras están producidas en el mismo año, 1.944. A su pesar, supongo, Peter Lorre será siempre el hombre enclenque, presumiblemente zarandeado por algún trauma infantil, que salía en las películas de gángsters con una pistola en una mano temblona, como poco hecha a empuñarla. El rostro delata un mal peculiar: el dolor infinito de querer salir de ese cuerpo y colarse en el de James Mason, pongo por caso. Cary Grant tampoco hubiese estado mal. A un actor con madera de actor de verdad, el cuerpo de Cary Grant es siempre un regalo. Con Grant coincidió en los desencantos matrimoniales. Tres esposas. Murió en 1.964 el mismo día en que firmaba el divorcio de su tercera.
En la parte laboral, hay pocos actores que fascinen más que éste, quién busca un inventario. Peter Lorre es cine puro, la cara que cualquier director querría y sobre la que montar una historia entera. La cara de Peter Lorre esconde un ángel y también un psicópata. O la teoría de mi amigo K.: el bien absoluto y el mal absoluto son, en realidad, la misma cosa. Eso de los extremos que terminan tocándose. Pero Lorre establece una línea subliminal de miedo que sobrepasa la posible ternura alojada en sus ojos, en su gesto de crápula sin amigos que se muere en las barras de los bares, despeñado en gin-tonics, ejerciendo el oficio de mártir anónimo que todos los que tienen una cara así ejercen alguna vez. Un miedo invisible, inargumentable: a Hitchcock le gustaban los tipos así, a mí me duele que el cine no tenga ahora ningún Lorre en cartel, ningún Laughton. Quizá la época desquiciada de un buen Christopher Walken o los años primerizos de Gary Oldman, antes de ser actor para todo y ganarse el afecto del ejército de admiradores de Harry Potter, respetables todos, por supuesto. Pero a Lorre le preocupa su lado enfermizo, que contagia ternura y miedo, que conmociona al espectador desavisado. Por eso se estiliza, se deja aconsejar, pierde unos kilos, se concentra en adquirir una pose glamurosa, y consigue que olvidemos al Lorre antiguo, al que nos asombró en M., el vampiro de Dusseldörf, el que amenaza a Humphrey Bogart en El halcón maltés, pero a mí me sigue fascinando el enfermo, el tarado, el vampiro. Seré yo todo eso y veré en el espejo al igual que respeto y admiro. En sus últimos años fue un fijo de la serie B y de la televisión. Se avenía sin mayor recelo al rol de cómico o de psicópata. Antes de eso fue un actor maravilloso (no dejó de serlo, aunque su esplendor final estuvo rebajado a productos mediocres), uno capaz de hacerse cargo del peso moral de una película. Él solo. Sólo su cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario