3.3.22

62/365 Luis Cernuda

 



Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma, escribió Luis Cernuda en su Soliloquio del farero, el poeta fuera de su tiempo, como tantos, el que una fragilidad extrema condujo a una sensibilidad absoluta, como tantos, pero Cernuda fue también el poeta de la conciencia de una intimidad orgullosa, asombrada y asombrando, esforzada en crear una voz reconocible para quien se apremia en adquirir una voz que lo explique y haga que el tiempo en el que vive no lo lastime, ni lo aparte. Uno lee poesía por la causa que desee, no hay un prontuario fiable, ni un escrutinio democrático: está el poema y lo que sabemos nuestro en su ajena verdad. Airado por la tosquedad de su tiempo, el poeta se adhiere a la república como expresión de su pudor, el de su convencimiento de que no podría ser feliz si se le arrebataba esa posibilidad de futuro. No siendo así, abandonó España. Es posible que ningún exilio satisficiera su anhelo de dignidad. La realidad y el deseo no casan nunca, pero a veces ni tiene una idea de la otra. Su cántico oscila entre la desolación de una y la imposibilidad del otro. No hay poeta que no tenga un metafísico dentro, podríamos sentenciar a modo de aforismo, como si hiciese falta que la poesía se arrimara para adquirir esa condición etérea, de asunto filosófico y humano. No hay hombre que no sea un teólogo, dejó escrito Borges. La poesía queda así en emanación más honda, que irrumpe con más sutil afán. Todo Cernuda es de una actualidad que no ha logrado ningún otro poeta de su generación, salvo tal vez Machado. Ni Aleixandre (que se avergonzaba cuando paseaban juntos, por su excentricidad, por su descaro), ni Lorca, ni Salinas, mentor suyo primerizo, ni Guillén. El entusiasmo contemporáneo obedece a la vocación moral de su poética. Lorca escribía al pueblo, era un demiurgo de lo popular. Luis Cernuda, sin embargo, invita de primera mano, no usa una voz prestada, no se oculta en ninguna intermediación: leerlo es sentir que es a ti a quien se dirige, tú eres la razón por la que el poema fue escrito. No es que sea de ti de quien habla, sino que te hace partícipe de una confidencia que únicamente a ti puede ser revelada. Da igual que sea los versos surrealistas (no tan locos, cargados de un sentido y de una reflexión de la que carecen las locuras del género) o los puramente realistas, los sobrios, tan tristes algunos. Parece que es la realidad algo contra lo que hay posicionarse: no se cumple el deseo, pero me opongo frontalmente a que lo real me guíe, me constriña, haga de mí lo que no aspiro. De este limbo topológico surge un dolor terrible, que pasea por México y por los Estados Unidos, por cualquier lugar en donde no se le conozca y en donde pueda extraviarse adrede, sostener entre las manos la esencia de una vida idílica, como la de su poesía. Qué pena que la vida nunca sea poética, podría haber dicho. De ahí que lo onírico prospere y lo perturbe.

El estará donde habite el olvido, ese lugar tan frágil también, de tan escaso apresto narrativo, tan huidizo. Los poeta de la disidencia no siempre expresan un pensamiento político de fácil reconocimiento. Cernuda, en esa diáspora, siguió cantando al amor, el amor puro, el amor con su fervor humano, más allá de la consideración de los géneros. Lo hizo sin dejarse instrumentalizar por el poder (sea cual fuese), ni dejarse convidar por los halagos o los premios. Amor rebelde, tal vez. Amor con su fuego blanco y limpio, que quema sin que se aprecie, que hiere sin daño. Lo que hoy amamos en Cernuda proviene de esa desafecto por las normas, aunque probablemente su devenir poético se condujo hacia la excelencia debido tal vez a esa vanidad no satisfecha, no jaleada por las instituciones o por los compañeros de oficio. Para ser un poeta feliz hay que ser un poeta oficial, podría haber dicho también. Todos los que no abrevamos en la fuente de la ortodoxia, están malditos. Morir por la palabra, vivir por la palabra, no oír nada, sentir el alivio interminable de una soledad maravillosa, como la de los muertos que no sabemos si escuchan lo que dicen de ellos vivos, cuenta en su poema Birds in the night. Es el poeta que presume de amar a Shakespeare (no hay otro mejor, dijo) o volcarse apasionadamente en otros poetas de otras lenguas y afanarse en traducirlos al español libros de Nerval o de Hölderlin o de Wordsworth. Para un tímido, él lo era a pesar de que se manifestaba con descoque e impudicia, escribir es un consuelo, pero imagino que lo debe ser con más pronunciamiento el maravilloso acto de traducir. Vuelvo a donde comencé, a la soledad innegociable, la que lo paseó por medio mundo, pero de la que nunca se deshizo, a la que consideró una suerte de inspirada compañía, tan invisible y tangible ella, tan urdida en lo más íntimo y, en el fondo, tan proyectada hacia lo más ajeno. Su fama de agrio y de difícil, escuché a Luis Antonio de Villena en un programa radiofónico, era justificado, pero cuando escribía era el ser más dulce y emotivo del mundo. La realidad era él, el hombre; el deseo era la sublimación de la belleza y de la sensibilidad hecha poeta. Con todo, mi Cernuda preferido es el de Ocnos, el libro inglés, aunque sevillano en su esencia, que habla de lo que ya no existe, de la infancia o de la privación de un espacio lírico. Que uno a veces haga versos proviene de Cernuda sin que se tenga conciencia de ese arrimo callado. Su poesía inspira todo el aire, se sustenta hasta el cielo, turba el embeleso, abre un trazo roto de seda o metal que bajo una luz ocupada de llanto escapa a sus insomnios. 

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