18.3.22

77/365 Paul Auster

 



Auster es uno de esos escritores que se ponen trágicos cuando es feliz y hace una comedia cuando su vida privada es trágica, como la de cualquiera al albur de un día de perros o con la injerencia de la fatalidad. Un poco como Billy Wilder en sus películas, pero más concentradamente. Tampoco es un escritor cómico, pero hay fragmentos risibles, trozos donde sólo hay humor. Auster es un escritor de aparente ligereza, aunque el fondo es subversivo, siempre habla de cosas de importancia, hasta cuando no parece que haya nada relevante al ir pasando páginas. Pasa con él que hay novelas suyas en las que se tiene la impresión de que no sucede nada relevante. Es justamente el tipo de literatura que gusta a los que leen mucho y nada a los que cogen un libro de cuando en cuando. Otro asunto es pensar en Auster si escribes. No es el lo mismo Auster para un lector que no ha escrito una línea en su vida que para el que lee y a la vez escribe. Los escritores nos miramos a los ojos. Hasta las manos sufren ese escrutinio.

Por otro lado (o probablemente sea el mismo) suele suceder con Auster que muchas obras suyas nos hacen pensar en que son la misma novela o que una red tupida de túneles las unen, pero no siempre son visibles esos túneles. Cuantos más túneles ves, más amas a Auster. En realidad, la literatura es una repetición, un bucle feliz, una tirada de dados que suele repetir los números o un laberinto festivo del que quieres y no quieres salir. Hay algo de azar en su obra, como en la de cualquier escritor, pero él deifica el concurso de la suerte, sublima el hecho de que el azar obra a su antojo y escribe la trama de las cosas, probablemente también su escritura.
En La invención de la soledad, el libro primero que leí y al que he vuelto esta tarde un poco plomiza de marzo africano por voluntad de ese azar, Auster parte de una cita de Heráclito sobre la búsqueda de la verdad, sobre cómo hay que precaverse contra ella, sobre cómo es un agente vivo que interacciona con nosotros y crea su propia trama narrativa, pero de qué verdad se trata. Las hay en número amplio: está la verdad como axioma, la verdad que crea un vacío alrededor y todo se imanta en su centro; está la verdad al tanto de otra verdad, por si puede adquirir un peso mayor; está la verdad frágil de quien anda conociéndose a diario, buscando un sentido a la existencia. Esa es la verdad de Paul Auster: la de la indagación personal, la de las personas vivas y tangibles. Cada novela de Auster (hay muchas que no he leído todavía, hay muchas que he leído y un par de ellas que he releído) es una declaración de ese principio irreemplazable: hola, me llamo Paul Auster y me va a ayudar usted, querido lector, en dar conmigo, porque ando perdido y escribir me alivia y me abre caminos que de otro modo no recorrería. Vamos los dos de la mano, pero podemos soltarnos. Seguro que habrá ocasión en que su mano y la mía volverán a agarrarse. Eso parece decir Auster de vez en cuando en sus argumentos, en sus giros, en sus invenciones. Uno de los que no he leído se llama "Experimentos de la verdad". Igual es ése el libro el que desmonta esta idea mía y digo lo que no es, pero quién sabe, tal vez mi verdad sea tan válida como la suya, no creo que Auster, de conocerla, se sentiría ofendido o rechazaría que yo pensase como lo hago. Diferir es muy austeriano también.
No hay casi nadie que ahora recuerde como Paul Auster para meter historias dentro de historias. Ninguno con su antilógica memoria. La literatura como un alambique. Leer como si nada empezara con la lectura o nada terminase cuando concluye. Una de esas historias la recoge El cuaderno rojo, subtitulado Historias verdaderas. Parece que Auster (cito de memoria, marraré en algo) estaba de campamento con unos amigos en años mozos y un vendaval los sorprendió andando por un bosque con la mala fortuna de que un rayo cayó sobre quien andaba delante del niño Auster con terrible fatalidad. Esa experiencia vivida en primerísima persona marcó al Auster escritor, más que al niño que entonces no alcanzó a percibir el dramatismo de la vivencia. Así que son eso, las vivencias, las que hacen que giren todas sus novelas, unas más visiblemente que otras. Hay que ir al dolor (leí una vez, recuerdo ahora) para envalentonarse y decidir ser escritor. Lo que vive nos curte, nos moldea, nos alimenta, aunque sea dolor o incluso precisamente por eso, por ser dolor, pero no creo que la literatura de Auster sea un ir de un dolor a otro, esmerándose en los más narrables: es una expriencia de gozo, gozo que no indaga en la raíz de las penurias, sino que las usa para avanzar y afianzarse en el placer del porvenir, en todo lo que está ahí, agazapado, a la espera de que nos prendemos de su presencia y lo hagamos discurrir delante nuestra, en tromba o frágilmente, da lo mismo, depende de cada lector. A él le gusta ir más allá del qué habría pasado si... Es una aventura leer lo que viene después, sentir que podemos ser abastecidos de la intriga del futuro, del que no se sabe nada. La literatura es una vía de discernimiento, de indagación, de especulación. Qué placer discernir, indagar, especular.
Pienso en Paul Auster y me viene a la cabeza William Hurt, que falleció hace un par de días. Pienso en Smoke, ese estanco en el que se tejen y destejen conversaciones, en donde un hombre se confiesa incapaz de escribir, aun siendo escribir su oficio. Le pide un periódico que haga un cuento de Navidad, pero su mujer ha muerto y no tiene ni voluntad ni inspiración. Una bala perdida en un atraco. Esa cosa absurda. Luego el dueño del comercio (un magnífico Harvey Keitel) le regala uno. Las palabras acuden sin que parezca que cueste. Al final, va a resultar que el humo pesa. Es tan asombroso que pese. La luz lo hace gemir. Todas esas volutas que forma cuando se iza en el aire son las mismas y son distintas. Como los cuentos. Se escuchan una vez y crees que los conoces, pero a veces tienen sonoridades nuevas. Contienen palabras que dicen otra cosa distinta a la que pensamos cuando noviciamente las acunamos o las creímos nuestras. Nunca lo son. No sabemos de quiénes son los cuentos. Ni el humo. El azar lo cubre todo. Es del azar el humo. Las palabras, los cuentos, son azar también.
Dice Paul Auster, a propósito de 4321, una novela escandalosamente larga que se lee con asombrosa rapidez, que los escritores se sienten un poco Dios. Dijo haber escrito 4321 " a ciegas, bailando a través de las frases, sin saber qué era lo siguiente que iba a suceder". Ser lo que somos tiene un peaje, parece decirnos. Ser uno mismo es, al tiempo, ser parte de los demás. Debe costar escribir libros así. Sigo pensando en Auster como el escritor convencido del poder sanador de la escritura. Sanarse él, sanarnos al resto. Es ese novelista el que deseo leer. Los que se acercan con mayor afecto son los que no dejan indemnes, los advertidos como osados, todos los que viven su escritura para que nosotros vivamos nuestras vida.
Lo que fascina en Auster es que ese caos ensamble. Que toda esa maquinaria de piezas en apariencia inconexas acaben por hacer un todo. Archie Ferguson, uno de ellos, es Paul Auster o soy yo, a poco que se me pueda hurgar y algo ahí adentro haga que dude de quién soy. Hay personajes que te succionan. No porque lo que viven te fascine o ejerza una atracción irresistible, duradera, sino porque entra en lo razonable que algo de ti esté en ellos o que lo que hacen no te sea tan ajeno. Eso sucede con los personajes de Auster. Eso me pasa con ellos. El mérito mayor que puede concedérsele es su absoluto dominio de la narración. También hay cosas que no acepta el lector austeriano puro: algunos de esos finales secos, que te incomodan, con los que no acabas de comulgar. Porque todo lo demás es comunión, pura y limpia aceptación de una liturgia.

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