27.3.22

86/365 Rufus Wainwright

 



Conocí a Rufus Wainwright antes de que sacara la mejor versión de una de las mejores canciones que he escuchado (Hallelujah, Leonard Cohen) en una vida completa dedicado a buscar canciones perfectas y a sentirme vivo y feliz por tener cientos de ellas a las que acudir para que esa vida no mengüe en felicidad, la pequeña felicidad que la música provee en cinco minutos (menos muchas veces) de indescifrable belleza o de incomparable alegría. En cierto modo, ambas van juntas y una y otra dan al final el resultado anhelado: el de la plenitud breve y fiable. Porque no se puede sentir la plenitud a tiempo completo. Hay muchas razones que justifican esa adquisición eventual, que no siempre está al alcance y que, cuando sucede, compensa casi cualquier arrimo de tristeza, casi cualquier fractura del espíritu. Rufus Wainwright es un crooner que no desoye la musicalidad de los nuevos tiempos y se deja llevar por todo cuanto exprese su extrema sensibilidad, ya sea la ópera o el vaudeville, la canción de autor o la pieza pegadiza que tarareas sin saber dónde la escuchaste ni quién la canta. 


Frívolo cuando es necesario e intenso en la misma tesitura, su repertorio puede ser cualquier cosa menos previsible. Hace lo que le da gana y lo hace con materiales personales. Cuanto le viene de afuera es reconsiderado a su antojo, volcado y reconstruido, convertido en una deliciosa traducción de algunas de los géneros más trascendentes o populares que trajo el siglo XX, que es cuando el joven Rufus abrió sus orejas, se miró en el espejo (ahí tenemos mucho de lo que hablar) y forjó la transgresión pura que es. Su carrera es lírica y es combativa, pero no se aprecia que corra. Factura discos a capricho de su voluntad, lo cual no es fácil en alguien aupado al estrellato del pop (sí, pop), reclamado en festivales y respetado por la crítica. Sin Verdi y sin Puccini, sin Judy Garland y sin Liza Minnelli, Wainwright sería un buen cantante y buen compositor, pero hay más, hay un personaje dentro del autor y uno y otro confluyen y se enemistan, se buscan y se repelen. No he visto ningún concierto suyo en directo, pero alguno que he encontrado en internet me cuenta que es imbatible sentado frente a un piano. No desafina nunca, no pierde el sentido de lo que cuenta, no baja la guardia jamás. Es él mismo en el atril desde donde la gente paga para escuchar cómo cuenta su historia.


Trenzando pop barroco con desafíos operísticos, que él osada y satisfactoriamente compone, Rufus Wainwright es un músico raro en este siglo XXI. Deshace una especie de corsé que los tiempos como un metrónomo cruel marca con ribetes de country o de jazz o del pop más efervescente y locuaz que alguien  sin especial afecto por el pop aceptaría. Payaso cuando hay que serlo, grandilocuente cuando se exige, siempre respetuoso y profesional, Wainwright es lo más parecido a un divo. Lentejuelas, alas, sombreros estrafalarios, zapatos imposibles, el músico es, ante todo, un personaje polifacético en el que reside, algunas capas más abajo, un ser angelical, en el sentido más teatral del término, enamorado hasta las francas de Shakespeare, cuyos sonetos musicó en un álbum, de Leonard Cohen, que viene a ser un padre poético, de Verdi, al que le debe toda su competencia compositiva, o de Judy Garland, de la que se reconoce entusiasta y agradecido fan. Amanerado adrede, juega a la confusión, no porque oculte su preferencias galantes, sino porque se encanta a sí mismo cuando enseña al ávido y expectante público al trovador transgresor, al bicho raro con colmo con el que escribe una de las más coherentes y estrafalarias (esa bendita paradoja) carreras artísticas del orbe. Ese niño díscolo es ahora una estrella rutilante y accesible: da igual que versione clásicos renacentistas o se arrime al pop florido que engolosina a los tumultuosa juventud. Wainwright es una de esas extrañas criaturas que podrían acometer cualquier empresa y salir airoso. Yo creo que es el respeto al legado de los clásicos. Yo creo que es la gratitud la que evita que los avergüences. 



No hay comentarios:

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...