7.3.22

66/365 Nick Drake




 

Hay quien se quita de en medio sin que perciba indicios de zanjar tan expeditivamente ningún desafecto por vivir y quien grita a diario que cualquier día puede ser el último y que tiene en su mano la herramienta de la despedida. Nick Drake se suicidó sin querer, a decir de sus biógrafos. Fue una especie de abandono involuntario, aunque tampoco hizo nada que lo remediase. En cierto modo, hay suicidios que duran toda la vida. Va uno aplazando el finiquito artesanal en la idea de que el azar hará su trabajo y certificará el anhelado óbito. Lo tenía todo a favor Drake y, sin embargo, no tuvo nada que de verdad le complaciera, ningún asidero al que fiar la existencia, ninguna tabla de salvación. Ni la música, cada vez más sombría, cada vez más austera, logró extraerle de ese desánimo. Se acostó en casa de sus padres y se puso ciego de Tryptozol, un fármaco antidepresivo. Tal vez le afectara ir bien cargado de cannabis, uno de sus vicios más difundidos. Dulce en su tristeza, lapidariamente melancólico, Drake fue un espíritu libre, no afín al carro de la fama, a la que no se plegó. Se dejó llevar por la afluencia de adeptos, gente sensible y bohemia como él, pero siempre impuso una distancia desde la que componer sin ataduras. Las escasa diez mil copias que vendió de sus discos no dieron para un obituario a la altura de su inmenso talento. Anoche, al escucharlo, volví a sentir la punzada primera, no sé cuándo fue, pero regresó con la misma fiereza.  No era, a pesar de esta semblanza de artista apocado y pusilánime, un músico de repertorio tenebrista. Pink Moon, año 72, una guitarra, un piano en una pieza, creo recordar, y una voz como todo aliño, es hermoso en su exquisita penumbra. Hay sombras: a poco que se penetra en él irrumpen y se mantienen hasta que acaba. Contiene la declaración honrada de alguien al margen, quiénes lo estuvieron en aquellos estertores de loa sesenta y los primeros setenta. Era una generación de ilustres perdedores, aunque algunos ganaran la partida al vacío existencial (Vietnam, drogas, flores, folk, sexo, mugre y poemas) y enfilaran con otro traje el camino al futuro. El suyo fue cancelado. Tal vez él no contribuyera mucho a publicitar su música. Ni entrevistas, ni conciertos, ni siquiera se avino a hacerle el juego a Island, su casa de discos, y visitar platós de televisión. Hizo canciones memorables en esos tres solitarios discos. No fue amigo de arreglos (salvo en Bryter Layter, el álbum manoseado por John Cale y que fue el menos le agradó), pero hay canciones suyas que se dejan querer por una orquesta de cien músicos. Si hubiese podido expresarse con canciones, habría rescindido el comercio de la palabra, habría cerrado el pico, se habría recluido en su guitarra y en sus melodías. Cuando pienso en Nick Drake, pienso en Jeff Buckley. Gente con la fragilidad a ras de piel. Poetas de lo pequeño, desajustados héroes en una tierra sin épica. Héroes de una contienda incruenta y privada. Corazones atormentados, que parece el nombre de un grupo de rockabilly de los ochenta. Pienso en toda esa gente desdichada con la que el azar se esmeró con más desdichada diligencia. Unos son bardos y otros no saben qué es la poesía; algunos viven en la dulce mediocridad, algunos en el más gris esplendor. Eran los setenta época de autores marcados por el desaliento, vestidos con la indumentaria magra de la introspección (tan conveniente, por otro lado) y convencidos de que el mundo no valía la pena si eras un alma sensible, si te dolía el dolor, el propio y el ajeno. No se hizo aprecio a que abandonara ese mundo tan joven. No era una estrella, no quise ser una estrella. Era el espíritu pequeño en un casa llena de fantasmas muy grandes. Hasta que una marca de coches (Volkswagen) no usó una canción suya para promocionar un Cabriolet, Nick Drake se mantuvo tranquilo en su tumba. Pink moon era la canción de la rentrée. Se le escucha como si no tuviese importancia que viviese o no. Sucede con algunas canciones: no tienen dueño, existen, suceden con la misma convicción que una hoja en un árbol o un risco en una de esas montañas que sólo se sienten cuando de verdad has llegado a la cima. Drake, niño bonito de papá rico, decidió acogerse al delirio de no ser ni bonito ni rico. Quiso ser nadie. Perderse. No estar. 



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