Por Zurbarán sabemos que no hace falta sufrir para alcanzar la gloria, ni que la adusta evidencia de la pobreza sea la constatación de que quien la exhibe esté más cerca de la santidad y reciba de ella la efusión de su bondad. Las santas vírgenes de sus cuadros no tienen mística, ni sus caras están cruzadas por ningún sufrimiento. Dios las espera con sus mejores ropajes también. Es la versión aristocrática de la eternidad, en la que los elegidos tienen el alma limpia, han vencido la tentación y probado los dones de la pureza. Contra la voluntad de su padre, la después Santa Casilda escondía en sus ropajes los alimentos con los que pretendía socorrer a los cautivos cristianos, pero el milagro hizo que tornasen rosas y así no fuese descubierto el apaño y se truncase el heroico gesto. Los milagros no sólo suceden en la periferia del alma, sino en su centro más hermoso, en donde se concita la belleza y la dignidad más altas. Las santas de Zurbarán no se arredran frente al mal, ni les causa daño, no se les estraga el rostro. Visten con distinción, saben con qué tapar el cuerpo, esa casa en la que se guarece el espíritu y en donde batalla a conciencia las embestidas continuas de la adversidad. Las tinieblas no son de este mundo, parecen decir las bellas damas. Sólo la belleza puede apartarlas, es ella a la que se le encomienda el oficio de que flaqueen y perezcan finalmente. Seguro que el Santo Oficio reprobaba la osadía del pintor. No era visto que una santa no lo pareciese. Debía serlo y confirmarlo en cada gesto, en cada pequeño detalle de sus vestiduras, todas decentes y estrictas, ninguna atrevida ni suntuosa. Santa Casilda no parece de ese mundo, ni probablemente de este tampoco. Ya no hay santas, no se prestigia la santidad, vista uno con estilo y opulencia, a la moda o lo cubran las más modestas ropas, justo las que no distraigan del oficio principal, las que más cuadren con la comisión de los milagros, que eran el comercio habitual de entonces, con su prosperidad de martirios y de misticismo, con su entenebrecida lujuria de cuerpos comidos por la tragedia y pobreza convertida en paisaje, pero Francisco de Zurbarán tenía una luz más limpia en los ojos y su pincel reclamaba luz para sus lienzos. Sobrio en el vestir de sus personajes, uno cree estar invitado a la escena que se recrea, aunque sea un lugar detenido en un tiempo lejano, del que apenas tenemos noticias, con el que no contamos más allá del momento extasiado de contemplación pura. Cobra en Zurbarán la palabra barroco un sentido no avisado: el de la contención ahondada en el exceso, el de cierto pudor. El reino de los cielos es siempre el paisaje velado. A él se consagra, en él se recrea, por él pinta. Ya no hay zurbaranes, ni vírgenes niñas, ni santos llevados de la mano por riscos, no se invoca la felicidad de la fe como antaño.
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