A José Antonio Zamora, hermano norteño.
Una de las cosas que más admiro de los buenos directores es que consigan algo que, en principio, parece poco asequible: el que creamos lo que nos cuentan como si fuese algo propio, privado y nuestro. Que la historia que nos cuentan desplace la realidad que la circunda, la propia, la conocida. Da igual que sea de encargo o la hayan creado ellos mismos, importa escasamente que la película sea de ciencia-ficción o de romanos. Hay películas que están hechas para nosotros, sabemos que son propiedad nuestra y van a acompañarnos siempre.
El arte de Billy Wilder produce eso precisamente: nos susurra una historia, nos la confía en la creencia de que puede gustarnos más o menos, pero vamos a entenderla, se va a producir ese raro prodigio que, en ocasiones, produce el cine y que consiste en que hacernos amar la vida. Durante la suya, Wilder escribió, dirigió y produjo películas, pero sobre todo fue un contador de historias. Antes de ser Billy Wilder, antes (mucho antes) de que Fernando Trueba dijese que Wilder era Dios en la ceremonia de entrega del Oscar de mejor película extranjera a Belle Epoque, Wilder quiso ser Douglas Fairbanks, el hombre que quiso comprar Austria entera, con sus valses en el pack, su héroe absoluto hasta que descubrió el periodismo y dejó su Viena natal (este verano estuve en la puerta de una de las casas en las que vivió) y se hizo periodista en Berlín.
Él prefería la palabra reportero a la de periodista. Decía que eran una mezcla de detectives y de poetas. Que los buenos reporteros mejoraban las historias. También fue negro, escribió para otros, no se veía su nombre en los créditos. Tú escribe y mantén la boca cerrada, le decían, pero Billy quería ver su nombre en la pantalla. Se hizo director porque sus guiones casi nunca se respetaban. Quizá provenga de ahí su respeto al espectador. No le escamoteaba nada, no dejaba nunca de pensar que el público es inteligente y no hay que jugar con él, ni rebajar una brizna la exigencia que convierte el producto mediocre o hasta el abiertamente malo con la obra digna y, en casos, la brillante, la obra maestra. Él tuvo muchas.
Antes de que llegaran, mucho antes de que Trueba dijese que él era Dios, Wilder compartió una habitación con Peter Lorre. Hubo noches en que sólo comían una magra lata de sopa. Lo contó muchas veces, en muchas entrevistas. Con Charles Brackett, el mejor guionista de entonces, discutió en cierta ocasión cómo burlar a la censura. No iban a escribir una escena en la que alguien llamase hijo de perra o cabrón a otro. "Si tuvieras madre, ladraría". Tuvieron que afinarse mucho para burlarla. Entre los dos escribieron Ninotchka. Luego cada uno fue por un lado y ninguno quiso saber nada del otro.
Wilder admiraba a Lubitsch. No había mejor director que Lubitsch. Ninguno que con más fineza mostrase cosas que no se habían visto en la pantalla de un modo más eficiente que si hubieran aparecido. No veías a un hombre en la cama con una mujer, no era algo posible en el cine de aquella época. Sin embargo, Lubitsch dejaba una horquilla en la almohada de la cama del galán o mostraba a los dos amantes, a la mañana siguiente, en el desayuno del hotel desayunando juntos. Ah cómo sorben el café, cómo devoran las tostadas (escribe el propio Wilder). El toque Lubitsch fue el patrón sobre el que el joven Wilder construyó el toque Wilder. Lo podemos ver en muchas películas. En todas (decía) intentó pensar cómo las hubiese rodado Lubitsch.
Tenía claro que los personajes, los suyos eran carne propia, debían hablar como si estuviesen al lado nuestra y no fuese cine, sino la rutina de la vida lo que acontece alrededor de esos personajes. Nadie habla como en las películas, se quejaba con frecuencia. Por eso era tan puntilloso con las historias. Porque eran lo único verdaderamente importante, que fuesen buenas y no dependiesen de otra cosa que de las palabras. Temía más al folio en blanco que al set de rodaje.
Se adora a los directores, pero se debería adorar a los guionistas. Es imposible hacer una buena película con un mal guión, solía repetir; es imposible que un director mediocre destroce completamente uno bueno, escribo de memoria, pero esas fueron más o menos sus palabras. Wilder no permitía que un actor tuviese ideas propias y cambiase una línea del texto. Su actor favorito, Jack Lemmon, podía hacer los gestos que quisiera, andar como le vinese en gana o carraspear o darle más o menos velocidad al recitado del texto en la escena, pero no debía birlarle una palabra. Eran personajes cómicos o serios, tocados por la fiebre de la tragedia o del humor, pero lúcidos, capaces de elegir, dotados de un sentido de la moralidad.
Se trataba (imagino) de no hacer nada de lo que pudiera avergonzarse en el futuro o que pudiera desentonar. En todas sus películas los actores (con las actrices, no se me pongan tan correctos) se constata esa dialéctica entre el autor y sus criaturas, que parecen contravenir la ruta del guion y escorarse aquí o allá, como si deseasen salir del destino que está más o menos marcado y por donde discurren sus vidas y contra el que batallan. En El crepúsculo de los dioses Joe Gillis o C.C. Baxter en El apartamento o Harry Hinkle en En bandeja de plata. Oscilan todos entre el bien y el mal, entre la obediencia y la disensión, un poco como cualquiera, fuera de la pantalla, en el ir y en el correr de los días, que se ocupan con películas de Billy Wilder para entenderlos mejor o para entretener el camino. Las mías son Perdición, El crepúsculo de los dioses, Días sin huella, La vida privada de Sherlock Holmes, El apartamento, Irma la Dulce, Con faldas y a lo loco, Uno, dos tres, La tentación vive arriba, Testigo de cargo, En bandeja de plata. Creo que únicamente Alfred Hitchcock, Fritz Lang, John Ford, Howard Hawks o John Huston pueden exhibir una nómina que rivalice con ésta. Se admiten discrepancias, pero a Dios lo entiende cada uno a su antojadizo capricho.
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