No hay ningún diálogo de John McClane que rivalice con los del lacayo con menos fuste de cualquier drama de Shakespeare, aunque si Carl Jung levantara la cabeza apostaría a que John McClane está en nuestro subconsciente colectivo, el del género humano, una especie de libro de las emociones que no ha escrito nadie, pero al que todo acudimos, con voluntad o sin ella, con el que construimos (a veces a mamporros, con corredores humanitarios y con cordones sanitarios) un tipo de sociedad o un modo de convivencia. McClane da esa idea de que es empático, valiente, aguerrido, compasivo, arrojado, confiado, desinteresado y, al tiempo, no tiene ninguna de esos atributos del héroe clásico. No sabe lo que es la empatía, no es valiente, ni especialmente fornido. Se ama más a sí mismo que a cualquiera que concurra en su camino y al que pueda socorrer, aun con el precio de su vida. No le gusta el riesgo y, cuando irrumpe el peligro, se arredra, no dice aquí estoy yo, cuenten conmigo, he venido a salvarles, no tienen que darme las gracias, es mi manera de ser, me educaron así. Es el héroe que no tiene más remedio que serlo, al que las circunstancias lo arrojan al laberinto y debe salir y rescatar a todos los que fueron arrojados antes y no tienen recursos ni confianza en salir. El laberinto se llama esta vez Nakatomi Plaza y no tiene esplendorosos jardines alrededor ni rapsodas que glosen su belleza y su caos en poemas que pasarán a la posteridad. Es todo trivial e irrelevante. Los malos irán cayendo uno a uno, los eliminará el héroe, no se ensañará, únicamente pondrá las cosas en su sitio. Es el héroe forzado, convencido de que si él no enmienda el roto, nadie lo hará. Cuántos imperios se han forjado con ese eslogan, cuántos entuertos se han corregido con él también. Tiene McClane ese tufo chulesco que agrada o desagrada con el mismo sincero entusiasmo. No conozco a nadie que, al citarlo, no exprese una opinión favorable, con colmo de loa y aparato barroco, o desagradable, con la misma intensidad sintáctica. Yo soy del grupo que lo adora. No tengo razones, no hay que tenerlas, las razones son de poca o nula relevancia. Imagino que será eso que algunos llaman "debilidades". Tendremos tantas. Algunas pueden airearse. No proceder con todas es conveniente, no obstante. Molesta que los que le montan los líos sigan contando con él. Cada película de Die Hard (Jungla de cristal, aquí) ha sido peor que la anterior. No considerablemente peor, pero todas ellas van a la baja, muestran más de lo mismo, no se inspiran como la antológica primera, la del Nakatomi, la dirigida por John McTiernan, que tiene en Depredador otra pieza maestra que ha ido desafinándose a medida que han armado depredadores nuevos. Richard Gere, Don Johnson, Sylvester Stallone, Harrison Ford o Robert DeNiro fueron tentados por la Fox para que se metieran en la piel del detective McClane, pero la responsabilidad cayó en Bruce Willis. No podríamos imaginar otra entrega sin él, da igual que sea mayor (lo es, se nota que lo es) o que siga exhibiendo esa especie de apatía en los momentos en que no está repartiendo estopa. Ahora van a sacar otra de la saga. McClane va a ser su título. Seguro que salva al mundo y termina en camiseta, sangrando, diciendo yippee ki yay, hijo de puta, esa expresión catártica que en español podría ser un redondo cómete eso. Que se lo pregunten a Hans Gruber.
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