El fotógrafo es una especie de entomólogo avaro y preciso que, al disparar, abre el obturador y registra el mundo. El ojo no basta por sí solo. Al ojo lo engaña la luz y lo manipulan las sombras. El ojo se embrutece a fuerza de no cribar lo que ve y acostumbrarse a verlo todo: la morralla óptica y lo sublime, la belleza y lo que jamás lo es. La cámara despoja al objeto de su intimidad. El ojo que mira una fotografía no es el ojo que mira la realidad. Es ojo atento a la fotografía es un ojo avisado, uno que entiende la travesía de la imagen desde la realidad en donde estaba al marco puntual, absurdo en su duplicidad, que se ofrece al espectador. El objeto fotografiado es un instante en el tiempo, una travesía cuyo destino es impredecible. Detrás de algunas fotografías hay novelas. Historias breves, historias oceánicas: despachadas con desprecio o con júbilo: palabras que se acoplan sin pudor a otras palabras y alumbran el prodigio de la literatura. Se puede contar una historia con una instantánea. De hecho, cuando ponemos que fluyan 24 por segundo producimos el prodigio del cine. El lector crea su propia historia: el ojo es un escriba obstinado. Cada fotografía revela una historia. Dentro de las fotografías de Newton, el tiempo se comprime. Como el río de Heráclito, nunca se va a repetir el momento en el que el fotógrafo aprieta el botón y jamás se va a repetir el gesto y la circunstancia que rodea al gesto que el sujeto fotografiado exhibe. Ni es tal vez el mismo. Es otro el tomado. Somos el tiempo, y el tiempo, en la fotografía, fluye de otro modo.
Todas las fotografías son certificados de lo real, documentos que fijan una presencia, decía Roland Barthes. Contaba que las fotografías contienen dos elementos: el studium, que viene a ser el poso de lo conocido, los referentes culturales que se imbrican en lo grabado, la sustancia familiar y hasta requerida, y el punctum, que es el que me interesa más a mí y que tiene que ver con la forma en que cada uno mira la fotografía. El punctum de Barthes es una fuga, un lugar invisible al que únicamente se accede a través de la complicidad y del interés absoluto por penetrar en la fotografía y encontrar, debajo de los colores y de las texturas, de las sombras y de los objetos, la historia. Puede ser la cosa más irrelevante, en apariencia. Puede coincidir con la prevista, con la que un escrutinio mayor daría como principal. Newton es muy de punzada, de cosa sutil que lo ocupa todo, podríamos convenir. El espectador que busca Newton (con el que traba relaciones) prefiere lo lírico antes que lo prosaico. Hay un fuego dentro. Lo percibido amenaza la realidad que nos circunda y propone un falseamiento, un bucle inocente que inicia un viaje desde la experiencia de lo real hasta la experiencia del tiempo. La fotografía de un fusilamiento no es terrible en sí misma: lo es por la relación que existe entre la barbarie que miramos y la certeza de que alguien estuvo cerca y se permitió la frivolidad de registrarla. El cine, ese engaño formidable, también formula interrogantes parecidas: el hecho de que haya una voluntariedad artística o estrictamente una vocación notarial. El cine que Newton habría hecho es el cine que hace todavía David Lynch. Uno ve pedazos de fotografías de Newton en Blue Velvet. La oreja comida por las hormigas. El pervertido respirando forzadamente.
Lo que hace Newton es sublimar lo feo, exponer su obra en páginas de papel de revista, no en los museos, no en las grandes galerías de fotografía. Su lado perverso requería un formato menos formal, aunque su imaginería descollara en elegancia, en una especie de aristocracia en la que la mujer, su objeto favorito, estaba empoderada (se dice así ahora), rutilante. La agasaja con una mirada turbia. Newton era de una turbiedad escandalosa, si quería. También era sofisticado. Hay pornografía en unos dientes que mordisquean con ferocidad una mejilla. Cuando hay hermosos cuerpos desnudos, Newton los acribilla con una luz que los ciega, borrando toda posible dulzura. La banalidad, en la cámara de Newton, se hace provisoria de algún tipo de experiencia trascendente. Por eso hace lo que casi nadie: hace una fotografía de alguien en un lugar gris y consigue que resplandezca y sea cualquier cosa menos convencional. Sus modelos eran muñecas (solía decir eso) que él colocaba a placer. Yo pago, ellas se dejan. Todas ellas eran altísimas y perfectas. Tacones altos. Medias negras. Ninguna otra prenda. Unas gafas de sol, tal vez. Newton hizo realidad la fantasía erótica más sofisticada de toda la mitad el siglo XX. Fue el adalid del lujo, el fotógrafo más empeñado en hacer del fetichismo una circunstancia ordinaria, el causante de que el surrealismo no acabase muriendo del todo. No es otra cosa que surrealismo su mujer devorada por un cocodrilo, a la que vemos desnuda de cintura para abajo, en la parte que el animal no se ha zampado todavía.
Una vez que has visto de verdad una fotografía de Helmut Newton puedes decir sin temor a error que podrías ahorrarte ver todas las demás. No porque ese acto contemplativo (el de ir de una en una, las de moda, las de los retratos, las fetichistas) sea baladí, sino porque hay una marca que las hace milagrosamente suyas. Da igual que sea un desnudo integral a gran formato (Big Nudes) o esas fotos en las que un coche (un Bentley, un Cadillac) se convierte en puro objeto sexual, lo cual hace pensar en Ballard y, conformado por ambos, en Cronenberg, aunque todos se entrelazan y unos amorran la inspiración en la inspiración ajena. Un infarto, por cierto, hizo que empotrara su Cadillac SRX contra un muro del hotel de las afueras de Los Angeles. Hubiese querido, dejadme que fantasee, establecer algún tipo de corporeidad bilocada y apostarse frente al coche siniestrado y acercarse al muerto para convencerle de que pose a su antojo. Habría iluminado como nadie la escena. Hubiese sido portada de Vanity Fair.
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