10.3.22

69/365 Marco Tulio Cicerón



 La patria está donde se esté bien, sentencia Cicerón, que fue cónsul, senador, filósofo, poeta, pretor, guerrero y hasta mártir en la decadente Roma que le tocó vivir. También dejó escrito que pensar es vivir dos veces o que no se nace para uno mismo. Se podrían memorizar algunas de ellas, no son difíciles, tienen ese apresto de cosa entendida y asumida en la que las palabras, cuando pretenden ser fidedignas, concurren con maravillosa y fiable presteza. Fue un hombre asombrosamente dotado para la vida, que no parece asunto extraordinario, siendo tantos los vivos y tan sensibles y facultados para pensar la mayoría, desgracia ésa que Cicerón se esmeró en deshacer para que la armonía fluyera y la palabra triunfara sobre cualquier otra herramienta que la inventiva humana forjara. De una coherencia robusta, irónico y, en particular, arrimado al principio fundamental de la oratoria y del diálogo, sorprende que Cicerón, a poco que uno se adentra en sus escritos, se presente como un escéptico. También que, a decir de quienes se refieren a él, su filosofía a veces no coincidiera con su comportamiento, pero quién duda que aquellos tiempos fueron difíciles y que quien anhela el orden y se entrega a la empresa de alcanzarlo puede incurrir en su reverso y que el desorden ocupe sus pasos y lo desvaríe. Los libros, le decía a su amigo Tirón, son los únicos amigos que nunca te defraudan. No he leído reclamo con más hondura que ése en cualquiera de todas esas campañas de animación que pretenden, más que otra cosa, cubrir un expediente, no caer en el error de haber sido demasiado laxo o demasiado perezoso. Tuvo que ser Cicerón un hombre de letras. Consignó las suyas, elevando su persona a un rango de autoridad mayor que la acostumbrada en su época, prestigiando el oficio de la palabra, que decayó más adelante cuando los bárbaros arrasaron el jardín, profanaron los cálices y las aras y rompieron los libros incomprensibles, vituperándolos, quemándolos, temerosos (tal vez) de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Tendrían que haber tenido Borges y Cicerón una plática en un lugar neutral, ni en Ginebra ni en Roma. Filosofarían: se prepararían para la muerte. En el fondo, un poco descreídos los dos de que haya otra vida tras ésta, aceptarían que haya eternidad tras escuchar a Bach. No se me ha ocurrido convocar al músico alemán para toda esta charla metafísica: él se manifestaba con el pentagrama, traía a Dios con la emanación limpia de su notas. 

Sucede a veces que se atribuye al ingenio proezas que provienen casi en exclusiva del alambique de la causalidad, que da unas vueltas, avanza a trompicones y da finalmente un milagro para la posteridad, pero Cicerón dribla las frivolidades de la crítica y se declara obrero de la perseverancia, una especie de amanuense delicado que necesita reflexionar en voz alta, dar de sí lo que probablemente no le cuesta mucho esfuerzo, ocupándole toda su atención, la exigencia más alta, el propósito más noble. Uno lee a Cicerón con la idea de que disfrutaba escribiendo. Tal vez la escritura le dio un abrigo que la realidad, terca, injusta, no le proporcionó en un principio. Proveniente de una familia de la baja nobleza rural, fue un arribista descarado. Ambicioso, aprendió griego y se distinguió en el fervor de la oratoria, con la que entró en la res publica, siendo por mérito uno de los cónsules más jóvenes, aunque no logro en esa dulce edad el cargo que más ansiaba, el de senador. Tuvo que asumir que la nobleza de la palabra, su magisterio y hasta su invectiva, no deparaba mayor gloria que la fiereza de la espada o la voracidad de la traición. También lo pensaron Petrarca y Montaigne, que fueron lectores de Cicerón. 

Sostenía que el acuerdo común de los pueblos rubricaba algún tipo de adivinación, que es más cosa de poetas que de eruditos. Que los sueños eran ficción de esos poetas, presagio de héroes, intérpretes de todos los portentos de la naturaleza. Que cualquier poeta es, en esencia, un filósofo, al que se ha entregado el don de la elocuencia, la virtud del rector proceder y la codicia de la inteligencia y de la sensibilidad. Que la honradez, la sabiduría y la justicia hacen hombres honrados, sabios y justos si se aprecian y se cuenta de ellas con colmo de empeño la verdad y la conveniencia que albergan. Que la guerra es el fracaso mayor del hombre y, caso de que concurra, debe dirigirse de manera inequívoca hacia la paz y darse todas las circunstancias para que esa dirección sea tangible y fiable. Que mentir es un desorden mayor que no revelar lo esperado. Que el árbol más longevo no es el arrimado por el hombre a la tierra sino aquel que el poeta sembró en sus versos. Que se escoja el mal menor. Que si no se tiene fe en uno mismo toda edad es una carga. Que si la dificultad es alta, la gloria lo es más. Que la templanza debiera ser sustancia del alma para adquirir las bondades de la vida sin estrépito ni precipitación. Por todo lo cual y por más que no procederá ahora hacer concurrir aquí, Cicerón habla todavía, se expresa con absoluta contemporaneidad, como si sus sentencias hubiesen sido confeccionadas a la luz de estos tiempos. 

Por causa de las intrigas políticas que abocaron el fin de la república, por difamar a Marco Antonio, que fraguó el asesinato de Julio César, se le aconsejó que abandonara Roma. No pudo concederse esa fuga. Se ordenó que se le apresara y ajusticiase. Su cabeza y sus manos derecha, una vez retiradas de su cuerpo, se expusieran en la tribuna de los oradores, cosa acostumbrada cuando los ajusticiados eran políticos con autoridad e influencia. Austero, cancelada toda elocuencia, se dice que Cicerón, sucio y con greñas, abatido y triste, sacó la cabeza por la litera en la que huía de roma y pidió a los sicarios, el centurión Herenio y el tribuno Popilio, que aplicaran el metal con firmeza y que la corrección ocupara todo ese protocolo postrero. Es posible que Popilio recordara que fue el propio Cicerón el que le defendió cuando fue acusado de parricidio. No hubo piedad, no la hay cuando suenan en la bolsa los denarios. Fulvia, la esposa de Marco Antonio, es la arpía máxima en este relato funerario, atravesó la lengua de Cicerón con una horquilla de oro. Se ensañó con el símbolo de su poder, con la lengua, obradora de facundias, herramienta de incalculable daño. Nadie es tan anciano que no piense que vivirá un año más, dijo. Se salvó de la codicia del futuro, que él mismo reprendió. Vivió de la adulación mientras fue el padre de la patria y engolosinó a la ciudadanía con su elocuencia. Hoy se le lee con esa misma plácida sensación de gratitud. Fascina que alguien tan lejano pueda parecernos tan de hoy. Hay que volver a los clásicos, a los humanistas de antaño, a cuantos dispusieron su entero talento a escudriñar la realidad que les tocó vivir y nos hicieron comprender mejor la que nos toca ahora. 






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