31.3.22

90/365 Teniente Ripley

 



Alien

La teniente Ellen Ripley es la suboficial a bordo de la USCSS Nostromo, una nave de carga propiedad de la compañía Weyland que regresa a la tierra. Madre, el ordenador de a bordo, despierta a la tripulación, que ha sido criogenizada, a causa de una llamada de auxilio que recibe cada doce segundos. Cuando descubren que esa llamada no reclama ayuda, sino que advierte de un peligro ya es lamentablemente tarde para la Nostromo. El resto es probablemente parte de una de las mejores películas de ciencia-ficción (o de terror) de la Historia del cine. 


El mal

Cada una de las veces en que derrota al monstruo hace que lo amemos más. Se nos ha educado para que temamos al monstruo, pero todos tienen algo que los humanizan. Hasta al más depravado, una vez que se le ha mirado bien de cerca y hemos observado su condición más íntima, se le acaba tomando cariño, se le perdonan sus tropelías, se argumenta su barbarie. En realidad lo que hacemos es retirar el miedo que nos producen. Es un acto de defensa propia. Es un mecanismo de supervivencia. Así debió pensar Ripley una vez y otra, hasta que de pronto lo que establece con él es un diálogo, uno bien oscuro, de escaso afecto por la regia mampostería de la sintaxis o la elocuencia de la semántica. Al bicho le debe suceder lo mismo: ha encontrado un rival digno. Consta que la violencia es un hecho inherente a la vida. A veces eclosiona cuando se aplica esa violencia. La abeja violenta la quietud de la flor cuando la liba. La guerra es uno de las manifestaciones más antiguas de las relaciones sociales: surge de la idea de propiedad. Sólo cuando los nómadas se asentaron pudo nacer la agricultura, y con ella un cierto de tipo de civilización. De eso hace más de diez mil años. Lo que suceda en el futuro no está a nuestro alcance. Tan sólo tenemos el pasado (tan ciego y tan cruento) y el presente (tan ciego y tan cruento). Por eso amamos la iconografía de la guerra: la que entabla un hombre contra un animal o la de un pueblo contra otro. Por eso nos duele que miremos al mal tan de cerca. Porque odiamos la violencia y odiamos la guerra y de pronto se nos involucra en su plasticidad, en la opulencia de sus fastos. 


La fascinación del mal

La literatura ha sido construida en base a estos mínimos preceptos. Es la violencia la que la hizo tangible y es el mal (en cualquiera de sus formas) el que escribe todos las más legendarias leyendas. La de la teniente Ripley es una historia prehistórica. Da lo mismo que se entable en un nave en el espacio estelar. Lo que vemos (lo que nos fascina) es el combate entre el bien y el mal. El escenario es secundario. Sólo ella y nada más que ella podía destruir al monstruo, no una vez sino cuatro, las que hagan falta. Cada una de esas veces más extraordinaria que la anterior. No importa que la clonen o que en su vientre (por obra de la genética interestelar) anide una reina alien para que prospere, una vez se produzca el feliz alumbramiento, una colonia de monstruos, de la que ella es la madre secreta, la madre amantísima y la madre perturbada, la que prenderá fuego a todos los huevos y mandará al infierno la infame camada. 


Una versión libre de Ripley

Hubo noches en que la teniente Ripley se me aparecía en sueños. Unas veces portaba un arma más grande que un piano Steinway y su boca era sucia como la sala de turbinas de la Nostromo. En otras, recorría la nave entera, pese a que faltan dos minutos, tres, para que se acabe la cuenta atrás y reviente en la oscuridad de la noche galáctica (ya sabes, en el espacio nadie puede oír tus gritos) y se vaya la franquicia a la mierda. Sólo al final encontraba a un gato, al que rescataba con la heroicidad prevista, constituida así como ejemplo de la épica humana. Igual que la Ilíada tiene 24 cantos, uno para cada letra del alfabeto griego, el poema llamado Alien tiene cuatro (no contando secuelas y precuelas) y en cada uno de ellos, no todos igual de recomendables, la teniente Ripley, Dios la tenga a su derecha y lo proteja de criaturas blasfemas, libra al mundo de la invasión extraterrestre. Porque eso es lo que pasaría si el bicho (xenomorfo, space jockey, biomecanoide, arquitecto primigenio, alguna locura mitológica de mayor fuste) vence: llegaría a las alcantarillas de la Quinta Avenida y haría una escabechina con todos los yonkis y con todos los policías y con todos los accidentales transeúntes que tuvieran la mala fortuna de bajar al inframundo y vérselas con ellos, déjenme que mi imaginación cinéfila haga inocentes vuelo, pero nada de eso pasa, no podría suceder: es Ripley la elegida para que prevalezca el orden y la vida siga tal y como la conocemos, sin que un mal venido de las estrellas arruine la función. Ya tenemos mal aquí, en la Tierra, parece pensar la teniente cuando está a punto de mandar al bicho al espacio exterior. Estará ahí flotando, eternamente mecido por el swing del cosmos, como si todos los violines de todos los valses de Strauss tocaran una pieza sólo para él y no acabe jamás su diáspora entre los astros y los agujeros negros. Esta noche, si miras con atención el negro del cielo, podrás ver al polizón de la Nostromo. No es empresa fácil, pero se franquea con facilidad si no miras de verdad, sino que imaginas que estás mirando. Es la fe lo que guía la mirada, el corazón, no la óptica, ni el escrutinio cartesiano del cielo. La ciencia-ficción pide que seas crédulo. Si no abandonas esa resistencia, nunca podrás aceptar que el hombre ha llegado al confín de la Vía Láctea (hace años que no uso esa expresión, Vía Láctea) y que tiene intención de ir más allá todavía y hacer de Marco Polo del futuro y traernos a la vuelta las sedas y espacias astrales.



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