8.3.22

67/365 Jeff Buckley

 



Relevante, trágico, triste, solemne, maduro, jubiloso, melancólico, clásico, ácido, sensible, radiante, joven, limpio, adictivo, angustioso, metafísico, etílico, bohemio, catedralicio, poético, Jeff Buckley fue también estúpido. Debió concederse ese grado de estupidez que hace posible la inmolación. En las diez canciones de Grace están todas las octavas del alma humana y cien adjetivos. Su voz era la de un ángel. Como si el mismo Shakespeare mudara su piel de bardo celestial y se vistiera de rockero de los noventa, enchufara la guitarra y probara el micro mientras mira de reojo a la banda a la espera de que empiece el show. El de Buckley fue efímero: murió ahogado en un río de Memphis., el río Wolf, el río Lobo, como si fuese una película de Ford. Se metió vestido. Tarareaba Whole lotta love de Led Zeppelin. Se lo llevó una corriente. Tardaron tres días en dar con su cuerpo. El río lo había deformado. Lo reconocieron por un piercing en su ombligo. No había sustancias tóxicas en su cuerpo. Antes de esa fuga prematura, Jeff Buckley hizo historia en la música del siglo XX con un solo y absolutamente formidable disco. Uno de esos que te acompañan toda la vida. No sé cuántos discos son así: fieles, inmarcesibles, izados al olimpo de las cosas perfectas a las que el tiempo no perturba. Un clásico debe ser justamente eso: algo ajeno al vínculo del tiempo, ligado de una forma espiritual a cualquier generación que acceda al conocimiento privado de su belleza. Grace posee esas cualidades en grado extremo: ejerce una trabazón emocional como pocos discos que yo haya escuchado logra. No hablo del mito del Buckley muerto trágicamente ni de la hipnosis del artista sacrificado prematuramente, expuesto a las frivolidades de la adoración ciega. Es la música, la música sin la historia detrás, sin saber si el que cantó murió en el Río Lobo o en el sillón de casa viendo fútbol americano. A Buckley se le adora por este disco, se le adora por la versión del clásico de Cohen (Hallelujah) a la que impregna de un halo de ternura y de desgarro absoluto, se le adora por una voz privilegiada como pocas, capaz de ascender limpiamente, sin aparente fractura, la escala y proporcionar texturas inéditas. 


Fue el hombre de un disco maravilloso con diez canciones sobrenaturales. Como si hubiese escrito una novela o como si hubiese llegado a la Luna y decidiera quedarse allí. No fue la Luna, ojalá. No pudimos saber si ese talento daría más de sí. Tal vez. Adoraba a gente que yo adoro: Van Morrison, Nina Simone, Robert Plant, Judy Garland, Bob Dylan. Quizá fue una especie de sustanciación de todos ellos. Lo marcaron como a una res dócil. Hacía lo que ellos. Un hijo buscando imitar a sus padres. En realidad, Buckley se envalentonó solo. No quiso tutor ni mano que lo guiase, pero qué hermosa la imagen de verlo avanzar con esos maestros. A su manera, Buckley es cualquier alma sensible que desea encontrar un lugar en el mundo, quién no hace eso. . No puedo evitar entristecerme cuando escucho a Jeff Buckley.  También a su padre, Tim Buckley, que falleció antes de cumplir los treinta por una sobredosis de heroína. Tristezas enlazadas. Una se arrima a la otra. Se gustan. Piensan en no dejarme. Han visto que no las aparto de inmediato. Que me enternezco. El azar siempre es el que ilumina las zonas oscuras. El azar manuscribe el relato de uno. El que va saliendo. Lo escolta una luz gris. Lo lee el tiempo. No hay mejor lector. Ninguno más al tanto de las costumbres y del olvido. Faltaba registrar el asombro. En el fondo escribir es un acto notarial: uno registra el asombro y lo rinde. Llevar un disco bajo el brazo no cambia nada. Sigue el trajín de la desgracia afuera, se agranda la brecha entre la gracia y la miseria, entre lo hermoso y lo ruin. Nos reconocemos entre nosotros cuando decimos algo sobre Jeff Buckley. Tenemos el mismo metrónomo en el corazón. Hay canciones que nacen con vocación de bálsamo: consuelan las carencias, confortan con entusiasmo, van más allá del escrutinio binario de sí y de no y alcanzan un esplendor que las palabras, por más que se recluten las más idóneas, no tienen con qué nombrar. 

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