Recuerdo que hace unos años vi a un muchacho de corta edad (no sobrepasaba los quince) con una camiseta de verano en la que se veía, majestuosa y desafiante, la cara de Bécquer, el retrato clásico. Lo pintó su hermano Valeriano, del que un servidor no conoce más obra que ésta, pero tampoco está uno puesto en pintura, como en tantas cosas. Me gustó mucho la camiseta, pensé en qué sucedería si pudiéramos salir a la calle con camisetas de nuestros héroes literarios. Pasearíamos con los ojos atentos a quienes se fijaran en ellas. Por si algo delatara que son afines a nosotros o que en algún momento de nuestra existencia, la del otro tan ajena, la nuestra tan conocida, hubiésemos disfrutado con la misma gracia, sentido el arrimo de la belleza con idéntico entusiasmo o tenido los mismos momentos de dulce arrobo, pues no es otra cosa la que imparte el arte (digan la belleza o la inteligencia) cuando asoma. Habría quienes no cayeran en un nombre (Bécquer, Albert Einstein, John Coltrane) y se alejasen de nosotros con esa incertidumbre, quienes no tuviesen ni la menor idea y (por fin) quienes sentirían que les hemos abierto una especie de puerta y les hemos dejado entrar en nuestra casa. Como si les dijésemos: mira, este de la camiseta es uno de mis poetas favoritos, lo leí de pequeño, pero lo leí mal, me hicieron leerlo mal, fue más tarde cuando decidí darle una segunda oportunidad y ahí es donde caí prendido, fascinado, encantado con el torrencial de luz (no crean que todo eran sombras) de sus leyendas y con la capacidad de sobrecogimiento de sus versos. Podríamos hasta extendernos, si nos dejan. Qué placer recordar el lugar en que leímos cuando comenzamos a leer, esa especie de paraíso preservado, de santuario al que uno regresa como puede. Sin darnos cuenta, le estaríamos diciendo eso. El muchacho del paseo marítimo (fue en Fuengirola algunos veranos) me hizo buscar una tienda de mi pueblo en la que hice que me imprimieran una camiseta con el puente de Manhattan con Woody Allen y Diane Keaton sentados en un banco, que es la imagen que preside mi blog desde hace una barbaridad feliz de años. Creo que si volviese ahora y pidiese otra, me haría una de Bécquer, como la tenía mi amigo Manolo Lara. Cuando pienso en él, me sobrecoge cierta tristeza y también la alegría que él mismo regalaba, así que acabo siempre sonriendo. De pronto, sin venir a cuento, como la canción de Gabinete Caligari, me ha venido El monte de las ánimas, el cuento leído el Día de Todos los Santos, que es nuestro Halloween patrio, aunque el nacional provenga del foráneo. El idiota no era Bécquer ni Machado, el ganapán. A veces me sorprendo tarareando Camino Soria, la estupenda canción de la banda más castiza que tuvimos. Lo bueno que tienen los dos es que son poetas del pueblo, no en el sentido político o social, que también, en cierto modo, y más Antonio que Gustavo Adolfo, sino en un sentido mucho más ciudadano, de poeta aceptado por el pueblo, aprendido y amado, de hombre al que se ama y del que se recitan sus versos sin que, en ocasiones, se sepa la autoría.
Se tiene la idea equivocada de que Bécquer hace la poesía que gusta a los que no leen poesía y, a la inversa, la idea (por supuesto que equivocada también) de que hace la poesía que no gusta a los que la leen. Hay otras opiniones asentadas que no cuadran, a poco que se las piense, si uno hurga y se deja llevar por la literatura, no por su revista de prensa, no por el ímpetu un poco acelerado de los titulares. Una muy dañina es que Bécquer fue un autor maldito. Antes que poeta, fue periodista y, casi con toda probabilidad, se valió de esa cercanía con los círculos literarios para promocionar su obra, que fue escasa (las rimas, las cartas, las leyendas, los artículos de prensa, que recuerde) y no le deparó, en vida, la fama que obtuvo cuando falleció. No vale que se le atribuya el tormento y el desencanto, no existe beneficio, no hay nada a lo que aferrarse cuando un poeta ha sido encajado en el estante del malditismo. Sólo hay que leer, pensar en la literatura misma, permitir que la aparente sencillez (no hay tal, por supuesto) no nos distraiga de lo verdaderamente importante. Lo que nos cuenta Bécquer con esa música suya y ese modo de hacer poemas tan llano y asequible (insisto en el peligro de esa reducción, a veces interesada) es tan valioso que de ahí partió todo lo demás, la gran poesía de la primera mitad de siglo XX. No tendríamos Blas de Otero, ni Juan Ramón Jiménez, ni Antonio Machado, recito de memoria, si no hubiésemos tenido Bécquer. Al igual que no habríamos tenido Lovecraft de no haber existido Baudelaire y antes, Poe. Las palabras se buscan, adquieren esa vocación de eco con la que la literatura (un eco amplificado e inabarcable) se abastece para perdurar y, en ese trayecto, no dar la sensación de que se agota. Bécquer hizo que existiera el 27.
Luego están las golondrinas y su mantra de nidos, las oscuras y melancólicas golondrinas que vuelan para embeleso de los enamorados, las que no volverán. Mi padre lo recitaba de memoria hasta que se le volaron las palabras. Son suyas todavía. Cualquier día me hago una camiseta con la cara de mi padre. No tengo ninguna duda de que Bécquer escribió para que mi padre lo declamara. Eran suyos Federico y Gustavo Adolfo. A veces se dejaba caer con versos sueltos de Machado. Todo esos grandes nombres fueron suyos antes que míos. Se lo debieron leer en la poca escuela que le concedieron los tiempos duros de entonces. Hemos tenido una época larga de Bécquer en los colegios, en la que se recitaban poemas (yo habré estropeado alguno de pequeño, estoy poco dotado para ninguna impostación decente) que todavía persiste. Bécquer tiene que ocupar las plazas de los pueblos. Tenemos que poner retratos de Bécquer en los escritorios de nuestros ordenadores. Tenemos que hacer seminarios sobre el romanticismo tardío o sobre los templos de España o sobre los fantasmas o sobre las golondrinas. Fue Bécquer un enamorado del amor, si me permiten el sencillo eslogan, pero no fue un cursi, ni uno de esos poetas que ahora escriben sobre el corazón sin que una brizna de corazón inspire sus descorazonadores versos, ustedes sabrán cómo entender esa opinión estrictamente personal y descorazonada también. A nuestro poeta se le toma el nombre como a veces a Dios, un poco en vano, un poco a lo loco, sin ahondar, sin que se aparte de su legado cierta melancólica tendencia a considerar únicamente alguna suerte de poesía rimada, no siempre comprendida, con frecuencia hasta apartada. Para que Bécquer se desprenda de su leyenda hay que leerlo, cosa que sucede poco, a pesar de que se le cuente como uno de los grandes y no haya casa en la que, entre sus libros de poesía, pocos lamentablemente, no estén sus Rimas y sus Leyendas.
Me apena que leyera de verdad a Bécquer tarde, no arrimarme a sus rimas con la edad en que hubiesen producido la eclosión de luz que imagino, no haber podido adentrarme en sus poemas con el entusiasmo y con la locura de la juventud, cuando Bécquer puede ser, más que un poeta, un héroe. No saber de himnos gigantes y extraños entonces, ni de profundas simas de la tierra y del cielo en las que asomarme, ni de la embriaguez sin dueño del arpa en el ángulo oscuro del salón, ni del temblor de la saeta que el azar no sabe dónde clavará, ni del fuego coronando el día, ni del ángel que custodia un éxtasis ardiente de misterio, ni del trémulo fulgor de la mañana reflejada en el mar de unos ojos azules o de una risa clara y suave. Es tan gozable Gustavo Adolfo Bécquer, maneja tan bien el adjetivo que desea uno empaparse de ellos, dejarse acariciar por ellos, convencerse de que adjetivar (ay, qué desprestigio después tuvo el pobre) es un acto de justicia semántica. No haberse conmovido por los invisibles átomos del aire, como mi padre cuando recitaba esa Rima (la busco ahora y es la XLVI) y yo lo escuchaba. Hay que leer a Bécquer siendo joven, cuando la música es un lenguaje puro y todavía no se ha contaminado la lectura con otras lecturas, cuando se es virgen (luego se hacen un tumulto de amores y de desamores los libros) y anhela el alma un evangelio poético al que postrarse y del que tomar lo hermoso y lo terrible de la vida. Imagino que un lector francés tendrá en Baudelaire a su Bécquer patrio y, leídos ambos, veo en la herrumbre de uno, a poco que se insiste, la lóbrega rendición de la tristeza del otro, pero los dos hablan del hecho mismo de la poesía, no de lo que la poesía se vale, sea el amor o sea la decadencia, sea la gloria del cielo o la bajeza del infierno. Baudelaire decía que la esencia del romanticismo era una aspiración a lo infinito. Bécquer es un poeta inacabable, en cierto modo. Los barrocos, a decir de Borges, no tienen nada que decir y todo lo embruman en arabescos y volutas, pero los románticos pueden expresarlo todo, podría haber dicho Bécquer, si es que no lo hizo. No hay poeta que no habría querido tener el aliento poético de Bécquer. En cierto modo los poetas (me permito considerarme modestamente uno) somos hijos suyos: él nos empujó a leer o a escribir, él compuso el tono, aunque después tomáramos caminos diferentes y hasta es posible que difirieran del deslumbrante suyo. El 27 no sería nada sin él. Y toda la poesía posterior no habría avanzado (pujado, iba a escribir) sin los poetas que sorbieron (literalmente) su poesía.
adenda:
Al billete de cien, hablo en pesetas, le encasquetaron la cara florida de Bécquer. Falta que al de euro (uno de ellos, da igual cuál, da lo mismo que lo ideen aquí o en Bruselas) le pongan la cara de Bécquer también, o la de Antonio Machado o la de Luis Cernuda o la de Federico García Lorca. Después de nuestra nómina de poetas ilustres, los gerifaltes europeos pueden tirar de patrimonio local, según sectores. Se admite que entre en la liza Lord Byron, Thomas Mann, Oscar Wilde, Gustave Flaubert o Charles Baudelaire. Ese billete con la cara de Baudelaire, el Baudelaire último, el más tocado, puede dar susto hasta dentro de la billete. La de Bécquer es apasionada y apasiona.
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