Bill Evans es el pianista larguirucho con
gafas de pasta, rodeado casi siempre por negros, que fascinó a Miles
Davis. Un dios hechizado por otro. También es el pianista tóxico que murió a
los 51 años por una úlcera gástrica y de una hemorragia interna por el abuso de
drogas. Murió hasta arriba de heroína y de cocaína, sin que ese desorden (con
el alcohol empapando su cuerpo) le hiciera flaquear lo más mínimo o le redujera
un ápice su voluntad de tocar y de hacerlo como si no supiese hacer otra cosa
en la vida. Probablemente no supo. Duke Ellington, Oscar Peterson, Art Tatum, Thelonius
Monk, Bud Powell o Lennie Tristano o, colados ya en su finiquito
o principiando éste, Michel Petrucciani, Tete Montoliú, Chick Corea, Keith
Jarrett o Herbie Hancock forman el exclusivo club de los mejores
pianistas del siglo XX. Petrucciani, el único blanco y, en mi opinión de
vicioso, ninguno tan exquisito en desgranar con virtuosa elocuencia y
sensibilidad las melodías. Sólo hace falta escuchar Waltz for Debby o Sunday
at the Village Vanguard, ambos en directo y con el mismo trío que
embelesó a todos los amantes del jazz: Scott LaFaro, en el contrabajo,
y Paul Motian, en la batería. El grado de conversación entre el piano de
Evans y el contrabajo de LaFaro constituye (aun hoy) un hito en el jazz (o en
la música, por no reducir con etiquetas) y una evidencia de hasta qué punto dos
personas en un escenario (tres si somos precisos) pueden compenetrarse al punto
de que parezca uno el que está tocando ambos instrumentos. LaFaro fue signado
por la tragedia. Murió diez días después de grabar Sunday at the
Villave Vanguard en un accidente de coche. Luego Evans encontró
a Chuck Israels y por fin, a comienzos de los setenta, dio con otro
estupendo bajista llamado Eddie Gómez (blanco, no dice nada eso tampoco)
con el que grabó discos excepcionales como Live at Montreux Jazz
Festival, el primero que yo escuché, a finales de los ochenta, hace una
vida, pero ese trío fue el favorito del artista y de la crítica. Si el
jazz es imprevisibilidad, improvisación y manejo creativo de las estructuras
musicales, Bill Evans fue un músico de jazz perfecto. Dominaba la técnica del
piano y remozó la importancia de la melodía. Sus standards son todavía piezas
mayúsculas, referencias para otros músicos.
Debajo de esa planta formal y presentable estaba el hombre atormentado, el
músico tóxico y sublime. Bill cierra los ojos y adopta ese gesto entre la
armonía y el cansancio. Junto con Parker, Baker y Coltrane (habrá cien más,
cito los que me vienen a la cabeza) representa la quintaesencia del genio
insoportablemente sensible. Devastado por el abuso de las drogas, sin superar
la muerte de su padre, Bill Evans volcó en su piano todo su genio creativo, su
digitación portentosa y el dominio de las escalas del jazz y también de la
clásica. Inseguro, frágil, destructivo, se refugió en la música. Hizo que todo
cuadrara. La música hace que todo cuadre. Da igual a veces que no la toques,
pero ser Bill Evans debe ser un subidón absoluto. Tener conciencia de que puedes
crear de la nada esa belleza puede afectarte. Todo a lo que me entrego se hace
rico, y a mí me deja pobre, escribió Rainer Maria Rilke. De una fotogenia que
fascinaba, mezclando arrogancia y timidez, expresó su vulnerabilidad, su
extrema seriedad, el arquetipo del quebranto que produce a veces vivir, más
cuando se tiene el numen, la divina inspiración, el soplo del arte, Él tenía
ese soplo, no dejó de tenerlo nunca. Se reía poco o nunca. Era otro al tocar,
sin embargo. Conversaba consigo mismo, aprisionaba la esencia de la belleza,
exploraba con magisterio el secreto de las cosas, como decía Borges. Bill
Evans es la pulcritud. Sostuvo siempre provenir de unas ideas muy sencillas y
de unas facultades muy limitadas. Su modestia era enfermiza. Jamás dijo nada de
sí mismo que indujera la idea de que se gustaba. No conocía la vanidad, tampoco
aceptó los halagos. Salía de los conciertos y se refugiaba en la habitación de
hotel: rehusaba el agasajo, no deseaba ser el centro de las miradas. Quería
tener a mano al camello de turno, nada más. Le sobrecogía la fama. Coltrane,
con quien trabajó en Kind of blues, el disco inmortal de Miles
Davis y del jazz, el más aclamado y que mayor influencia ha producido, no
soportaba esa lentitud, toda su apatía emocional. Tampoco que un blanco
brillara entre tanto talentoso negro. A él no le importaba, no le preocupó.
Sólo deseaba tocar con los mejores. También que no lo molestaran. Yo
toco, disfruto, cobro y me dejan ir, parecía decir. Hay fotos suyas en las
que parece estar pensando: cuánto queda para sentarme otra vez y tocar.También
si podrá retirarse discretamente después y pillar algo sin que nadie le
importune ese viaje interior. Quizá toque el vals para Debby, la sobrina más
famosa de la historia del jazz. Justo cuando el free-jazz tomaba impulso
frente al be-bop, que rompía la hegemonía de orquestas que en los cuarenta y
principio de los cincuenta habían gobernado el territorio jazzístico, Bill
Evans recuperó la fórmula conocida del trío con piano, pero le arrebató la tradicional
primacía del piano consintiendo que el bajo y la batería entablasen un diálogo
fluido con éste, intermodulándose, creando atmósferas de una comunicación
musical hasta entonces no conocida. Ah, y además fue el músico
blanco que dejó plantado a Miles Davis: por agotamiento, por buscar nuevos
lenguajes, por volar solo. Quién ha podido hacer eso. Estuvieron juntos ocho
meses.
Ahora pienso en Bill Evans como poeta: me refiero al pianista de jazz, pero escuchado y sentido como un poeta. Pienso en Evans con sus gafas de pasta, vestido como un funcionario de prisiones. Traje pulcro. Corbata. Pienso en su aspecto de corredor de bolsa o de agente inmobiliario. Evans poeta en Waltz for Debby, cayendo en la cuenta de otra narrativa que discurre a la vera de la narrativa ortodoxa, esto es, las notas de la melodía, el desplazamiento matemático de las notas. Evans dios de las ochenta y ocho teclas creando universos alternativos. Evans en el umbral exacto en el que se produce el asombro. Ahí: cercándolo, investigando la periferia, pulsando la cuerda invisible. Y el jazz, a diferencia de la novela, puede mantener durante un tramo largo la parte mecánica, de discurso, y la otra, la que no se deja conducir sin que un poco del alma del autor se enseñe, se ofrezca y, en la entrega, se pierda. El jazz, también a su modo, es una religión; una que maneja la palabra más inefable, la que se impregna más duraderamente: la música. No precisa vocabulario, no hay sentimiento que no sepa transmitir sin el concurso de la semántica. Pienso en los conciertos a los que no va uno, incluso queriendo. Hay días en que escucho a Bill Evans en tromba. Programo unos discos y mis amadas Bowers and Wilkins restituyen a la realidad con pasmoso ardor. Yo creo que mis cachivaches de música están agradecidos y aprecian mi gusto. Tengo la sospecha de que no son ajenos a los milagros que reproducen. Es más: con determinados discos se percibe un esfuerzo por sonar mejor y airear con más brillantez las notas. Cosas que no se pueden censar ni validar con ningún instrumento. Mantengo con ellos una relación inquebrantable de amor puro, sin fisuras ni distracciones. Ahora suena Nardis. Creo haber escuchado esa pieza cien veces, pero la escucha de hoy me está pareciendo insólitamente nueva. No se quiebra la solidez del bajo ni hay fragilidad en el piano ni debilidad en la dulcísima tutela de la batería. Habrá quien descrea de este entusiasmo mío. Cuando soy vehemente, soy más creíble. Pierdo en la atonía, en los colores pálidos. Bill Evans es color. A pesar de que a veces me ponga muy triste, su música es de un cromatismo brutal. No es tangible si el que lo evalúa está fuera de campo, lejos del ámbito que cubre la invisible cámara que nos persigue y registra. Estamos a expensas de la sensibilidad que seamos capaces de atesorar. Fuera de ella el mundo es quebradizo y áspero. Bill Evans me asiste. Todo conduce, dejen que me explaye, a una dimensión etérea de la que conozco aún poco. Se va mostrando, pero no seré capaz de recorrerla entera. Vivir es saber que es inagotable. La música es la perfección estética absoluta. No la alcanza la palabra. Ningún libro (ninguno, y amo cientos de ellos) rivaliza con ella.
Borges (vuelvo a Borges, nunca me he ido, estará cuando yo no esté) dejó escrito que sólo es nuestro lo que perdimos. Yo creo haber perdido a Bill Evans las veces necesarias por el placer de encontrarlo de nuevo. Me ocurre que ese regreso justifica todo el trance de andar perdidos. Tengo la convicción de que lo más maravilloso no es disfrutar de lo que se tiene sino de saber que está a mano para disfrutarlo. Ese glorioso preámbulo, esa dulcísima búsqueda. Imagino a Evans tocando con la cabeza gacha, reverencial y humilde, como si un descuido diera con su cabeza en las negras y en las blancas. Imagino sus manos hinchadas poco antes de morir cayendo con delicadeza en ellas. Pero nada distraía el propósito de su vida: la música, hacer que ella expresara cualquier cosa que cualquiera pudiera sentir y que no supiera ocupar con palabras. Imagino que pensaría en Liszt, su pianista clásico favorito. Tocaría para que él lo escuchase. Parece decirle: voy a hacer música clásica del siglo XX, Franz, atento. Toda esa música hará que olvide que mi hermano Harry ha muerto de cirrosis o que Ellaine, mi mujer, se haya suicidado tras haberle comunicado que la dejaba y me casaba con una fan. En los últimos años de su vida, tocó todo, tocó en todos lados. Quiso dedicarse por completo a ir de un país a otro y tocar sin descanso. Tocar, ponerse, dormir. A esa altura de su vida, tal vez no le quedaran ganas de ver de nuevo las películas de Disney, una de sus debilidades declaradas, junto con el golf, ni de quedar con amigos y beber whisky escuchando a Nat King Cole, otra de sus pasiones privadas. Poco antes de morir, Tony Bennet lo llamó y le dijo que fuese con la verdad y con la belleza por delante, que se olvidara del resto. Verdad y belleza. No dejó de hacer eso durante toda su vida. Cuando la verdad y la belleza me faltan, pongo Peace piece, la maravillosa canción de Everybody gigs Bill Evans (Sam Jones al bajo y Philip Joe Jones a la batería) y me pongo a llorar. Hay un disco suyo que se llama How my heart sings (Cómo canta mi corazón) lo cual me parece ahora la imagen más adecuada del poeta Bill Evans. Un corazón que canta. Un corazón henchido de gozo y de fe. Se puede creer en Dios sólo con escuchar a Bach. Se puede creer en Bill Evans sin Dios, pero hay veces en que se deja uno llevar y entrevé una brizna de luz de la que los entendidos dirán que es divina, emanada directamente de la eternidad. Pues eso.
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