A Antonio Osuna, que me preguntó si yo era más de Quevedo o de Góngora mientras apurábamos unas cañas, y no supe responderle.
Quevedo dijo de Góngora que era bobo, cordobés sonado, rabí de nariz superlativa y sayona. Cuarentón Don Luis y casi mozo aún Quevedo, podría creerse que sostuvieron. una liza desnivelada, pero Don Francisco era un animal verbal también. Más grotesco y zafio que los demás poetas de su época, inclinado con fervor a estrujar las palabras, por ver si daban de sí algo más, todo a modo de juego, Quevedo fue un declarado hombre de letras, un obrero a tiempo completo, fascinado por el tesoro de las palabras. Uno y otro afilaban léxico (no entraban en otros duelos) y hacían reír al público avisado de la Corte. Todo con tal de que la pugna no decayera, pues era fama que los dos tenían sus bandos y hasta se leían en las tabernas los versos que enconadamente componían. No habiendo nada más peligroso que el aburrimiento, la escritura de Quevedo (o la de Góngora, me valen ambos) era droga dura, una adicción que consuela el devastador abrazo de la rutina. Debiéramos vivir afiliados a esos extremos, dar el alma en lo que se dice o en lo que se escucha, viene a ser la misma cosa. No dar ninguna conversación por sencilla, enredar en ellas los nudos de la ocurrencia, someter al lenguaje a la más exigente depuración, o al mayor delirio, según convenga, quién sabe. Vale la valentía, ella es la que a veces capitanea la prosperidad de las civilizaciones. Si se hurga el adentro de las palabras, brotarán otras. Cuando no manen, en ese momento de afasia léxica, será cuando el mundo tal como lo conocemos se abisme en otro, que será inédito y no traerá nada bueno. Porque, a pesar de que hieran si se adiestran, las palabras son lo único que tenemos para no embrutecernos del todo.
En lo que sé, Quevedo fue valiente. La osadía distrae del miedo, como la risa, lo dejó escrito Umberto Eco en El nombre de la rosa. Fue cabal Quevedo (qué cartesiano lo de cabal) y provocador también. Lo uno y lo otro. Andaría ahora de juzgado en juzgado; serían carne de denuncia, agitadores de lo cultural, como procede en gente aguerrida, con deleitable saña semántica, zahiriendo a diestro y a siniestro, no dejando cabeza en su trono, llama en su vela. Lo harían por el sencillo placer de molestar, costumbre mal considerada en estos tiempos neutros, un poco bobos y puritanos, cuando la pureza es lo contrario a la vida. Así que Quevedo es un vividor, entiéndase ese atributo (cuánto se pierde no siéndolo) como un don. Cobra más sentido cuando el tornillo de las palabras no se ajusta al hueco que dejan. Entonces acude el talento, la violencia incluso. Quevedo es un transgresor, lo cual le faculta para acomodar las herramientas más rudas a su pensamiento o a descerrajar la realidad con los instrumentos de más contundencia, sea sonora o léxica. Yo prefiero su vena satírica a la más clásica, que es la religiosa. La bis cómica extrae más mordacidad, no se discute eso. La voz de lo sacro debe ser contenida, no darse en fiera contienda, apartar la sombra con la injerencia clemente de la luz, pero no acudir a la llama (como suele en su estilo pagano) que provocará el blanco fuego, aunque reconozco que lo contemplativo es lo que probablemente más satisfacción le procurase. Deslumbran más (porque somos más impresionables con el desorden) las letrillas y los romances de tono satírico o los sonetos de declarado arresto amoroso.
Hace tiempo que no me siento a leer a Quevedo, no hay excusa en eso. Hay otros autores que parecen reclamarme más. A los clásicos se va por muchas causas, pero no se busca a veces ninguna para empezar la novela de un autor nuevo, del que se sabe poco o casi nada, pero nada como volver a leer Los sueños, que es sátira dinámica y locuaz, carnal y lúbrica. No hay pena para quien no leyere, dice en uno de sus pequeños trozos (no son capítulos, no pueden serlo) pero habrá otra cosa, una pérdida quizá. Quien no haya leído a Quevedo pierde una posibilidad de sentirse más orgulloso de la que lengua que posee. Urdió un bosque de trampas semánticas y fascinó a la corte de su época y a las generaciones que le siguieron. Leer a Quevedo es respirar, sentir que el aire penetra en el cuerpo y lo recorre. Es también atiborrarse de palabras, alcanzar esa ebriedad léxica que hace que opera un proceso inverso al previsto: en lugar de perder el equilibrio lo ganas; cuantas más horas de Quevedo te metes, más sereno y recto procedes. Porque las palabras nos procuran serenidad, una especie de felicidad mansa con la que batallamos el trasegar de las horas. Al acabar de leer a Quevedo, siente uno la punzada de la revelación. No es que Quevedo nos cuente cosas maravillosas, quién duda que lo hace. Lo que fascina es su desparpajo milagroso, el modo en que enhebra las palabras y las retuerce y extrae de ellas lo que muy pocos sabrían. Es el dueño de las palabras. Luego llegaron otros o los hubo antes, pero si alguien merece ese premio (junto con Góngora) es Quevedo. Y es excesivo, ah muy excesivo. Todo ese colmo exquisito es un festín continuo. Eso es lo que a mí mas me ha encandilado siempre: la opulencia, esa sensación de plenitud y de inagotable ansia de ir más allá.
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