La conciencia
El aire del despacho de Freud olía a flor carnosa, medio podrida, como huele la conciencia, escribió Manuel Vicent. Hace la conciencia sus escaramuzas a la realidad y regresa a su confinamiento tembloroso y culpable con algunas lecciones aprendidas y otras todavía sin entender. Lo de los remordimientos ha levantado religiones y ha hecho caer imperios. Familias bien avenidas han sacrificado su estable residencia por no saber manejar los recuerdos o por no hacerlos acompasarse a la conciencia, que es un material altamente inflamable, de ductilidad difícil. A veces, cuando irrumpen, corrompen cuanto encuentran, lo devastan y convierten en algo terrible, parecido al pecado o al delito, inclinado a la guerra y a la loca aniquilación. El desasosiego que causa lacera el alma, la zarandea, la expone a la inquietud y al caos. Expele su quebrado olor sin pudor y hace que flaquee la armonía o incluso la anula. Flor, sostiene Vicent, que pervierte su condición de belleza limpia por adquirir la rota sustancia de la mugre. Triunfa lo vulgar, lo tasado con un número o lo sacralizado por las sordas huestes de la masa, que desoye el ruido de la conciencia (otra vez acude) y cultiva el de la zafiedad. Flor sin historia que se deja morir para que nadie la escuche. Flor que a menudo hace concurrir en sus pétalos la herrumbre de estos tiempos. No son los mejores, cuándo lo fueron. Todos están comidos por una fiebre rara, de la que poco o nada se sabe; antigua esa fiebre, conocida, repetida con dolorosa frecuencia. La tenemos a diario, se sabe de ella todo, es nuestra, aunque no oigamos el tumulto de las bombas o sintamos que los muertos son de otros.
La poesía
Hay fotos tomadas en Gaza o en Siria, que podrían ser de Kiev o de Sarajevo. En todas se da por sentado que los alimentos pasan a llamarse víveres. El intruso que asiste a la matanza con la nikon en ristre es un personaje necesario: es el intermediario entre el Estado del Bienestar y el Estado del Odio, el cronista que revela el mal a quien lo tiene lejos. Conecta ambos mundos y pone en evidencia las anomalías del sistema. Las guerras se pierden siempre, da igual que un bando las gane. La guerra es una de las anomalías más antiguas, no desaparece por más que se condenen, por mucho que se documenten y difundan. Existen desde que alguien pensó que por la fuerza podía hacer valer su criterio. La guerra nace siempre dentro de uno. La acata y considera suya cuando usa la fuerza en un patio de colegio. Quién no lo ha hecho, quién no ha sentido ese brote de ira en la sangre, esa locura en el corazón. El arma sin usar es siempre la palabra. A veces hay guerras que ni siquiera exhiben criterio alguno sino que se conducen desde la barbarie más abyecta. He dicho a veces y ya corrijo: siempre. Es lo que tiene el lenguaje: que se adapta a las circunstancias y hasta se obstina en rebajar la crudeza de lo real. Porque la realidad es cruda y vivir es un delirio compartido en el que unos tiran bombas en un salón y otros toman la instantánea que registra el estropicio. Nada nuevo. Seguimos alerta. Estamos en guardia. El hombre es, en esencia, un superviviente. La pregunta es si podremos combatir con la poesía. Si las manifestaciones podrán derrotar al tirano. Si alguien al que se le ha ido la cabeza podrá usarla para percatarse de algo diferente al hecho mismo de que la ha perdido, si me permiten el enredo.
Los bárbaros
Felizmente no estamos a merced de los bárbaros. Por mucho que agiten sus artilugios de guerra, por más que aireen su condición animal, no tienen ninguna batalla ganada, no hay evidencia de que la guerra se incline a su favor. Estamos sólidamente anclados en el bien, en la creencia de que siempre es posible hacer mejor las cosas y no hacer daño a nadie en ese desempeño. Porque hay gente que se duele a poco que uno se mueve en derredor suya, gente que nunca arguye argumentos, sino que ladra o que berrea o que, en el mejor de los casos, y no es bueno, esgrime opiniones peregrinas, imposibles de sostener si se las examina en detalle. Lo malo empieza donde lo bueno no alcanza, dicho de una manera abreviada y de poco lustre sintáctico o sentimental. Los bárbaros son los que no escuchan, no lo hicieron cuando no tenían motivos para no escuchar y el mundo era hermoso y todo estaba a su alcance. Después se creyeron que no era necesario escuchar o que la mejor manera de entablar un diálogo era obligando a callar al otro, para que su parlamento no tuviera respuesta, para que su criterio no tuviese rival. No estamos a merced de los bárbaros porque hemos ido muy lejos. Hemos sido capaces de sentarnos y hacer turnos de palabra y levantar actas de lo dicho y respetado la opinión de quienes pensaron cosas buenas y cosas nobles para que vivir no fuese más doloroso de lo que ya es. Porque vivir duele, ya seamos bárbaros o no. Duele desde que salimos del vientre materno y notamos que el aire penetra en nuestros pulmones y los violenta. La primera respiración es una especie de rotura del himen primigenio, el que traemos desde el limbo fundacional, en el que no hay dioses ni palabras, en donde todo consiste en esperar a que la luz penetre y seamos violentamente expulsados de esa paz a la que no es posible volver nunca, aunque inventemos úteros en todo lo que hacemos y amemos a nuestra madre porque ella fue la residencia primera y la más fiable. En un sentido primario, de afecto antiguo y perdurable, siempre volvemos a esa casa: incluso al dormir nos ovillamos, adquirimos esa postura de recogimiento, por no importunar al espacio tal vez.
El miedo
No hay miedo, ni sensación de que prospere el miedo. Lo que hay es hastío, constatación de que los bárbaros, a su pedestre manera, alcanzan cotas de poder, ocupan despachos y toman decisiones. Se les ve en televisión sin que parezca que sean en verdad bárbaros, se pavonean delante de las cámaras, exhiben su grandeza, la que les sobrevino cuando entendieron que debían actuar sin que se delatase la barbarie, haciendo como que escuchan, aunque después nada de lo escuchado durase, todo fuese sacrificado y no fingido nunca más. Pues a pesar de eso, no estamos a su merced, no hay ranuras, no hay fisuras, no hay resquicios por los que permitir que franqueen nuestra integridad o nuestra moral o como quiera que se llame lo que hace que no seamos como ellos.
La victoria
Uno no sabe bien en qué bando está. En ocasiones cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface eso y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las leen. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre donde no queremos estar. Esa percepción íntima planea inalterablemente. Esa certidumbre es la que hace que salgan algunos de estos textos de vocación combativa, pero estériles en el fondo, a poco que se los lee en detalle y se extrae lo poco que aportan. Se conforma uno con contarse el mundo y decir he aquí a los bárbaros, he aquí a los que no lo somos, algo así. Es posible que únicamente sirva para conciliar con más propiedad el sueño y dormir sin que nos atormente nada. A los bárbaros se les debe poner muy difícil dormir con esa limpieza. Se deben despertar en muchas ocasiones, deben tener sueños pesados, deben tener la sensación de que sólo son bárbaros cuando abren los ojos y empieza la vigilia. Se les debe aparecer la madre o los hijos o los dos. No sé. Se me ocurre que los bárbaros tienen madres y tienen hijos, aunque no lo pareciera, ni remótamente. Todo se desquicia. Prospera el ruido, reina el mal. Las flores, carnosas, huelen a escombro en las avenidas.
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