Hay imágenes en las que uno se hospeda. Ves en ellas esa cualidad ajena a la realidad que ha sido retenida en la crisálida del tiempo. No es una residencia larga. Lo veo más bien como una estancia pasajera. Entras en la ofrenda de vida conservada en ese ámbar y decides salir sin mucho alboroto. Como si nunca hubieses estado. Como si tu visita fuese clandestina y temieses que se te vea. Son fotografías en las que encuentras sentido a cosas que no están ni siquiera a la vista. Casi como una cuestión de fe. De ellas preservas la sensación primera que te produjeron: un resplandor, una inminencia de algo que se aloja adentro y prospera sin alboroto, ocupando un lugar que les pertenece y en donde sucede más tarde un milagro privado, escasamente difundible, de exclusivo disfrute. Es más tarde cuando el vivir de ese prodigio eclosiona y la realidad te invita a que la mires con otro afán, con delicada voluntad de asombro. Ahí está Louis Armstrong en absoluta comunión consigo mismo. Se le mira con ternura. Parece enfrascado en una contienda de la que surgirá alguien diferente, alguien nuevo. A veces uno hace eso: comminarse a resurgir, dar de sí cuanto no había podido dar antes. Como si nada sabido mereciese guardarse. Como si lo vivido no contase. Como si acabara todo de comenzar y tuvieses la rara facultad de conducir la travesía por primera vez. Luz en la sombra. Basta ver. Es eso únicamente. Detenerse y festejar el tiempo. Esa felicidad.
12.2.22
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