14.2.22

45/365 Samuel Beckett



 Hay autores que parecen personajes. Algunos de ellos no precisarían ni que les diésemos un argumento. Ellos mismos son la trama y el personaje. Lo llevan a cuestas, están dentro de su corazón, impregnan enteramente su alma, conforman un grumo reconocible que llena por completo un escenario de un buen teatro. Sale Samuel Beckett a escena y mira al público. No dice nada, no hace falta que diga nada. Es más: cuando abre la boca, alguien le conmina a callar. Entonces Beckett pìde perdón con un gesto, se ha dado cuenta de que todo lo que diga será utilizado en su contra y permite que el silencio fluya y ocupe el aire hasta que sólo existe el silencio y se percibe que esa opresión (la del silencio) ha cancelado la existencia del aire. Pasan los minutos. Parece que no pasa nada. Alguien carraspea y se rompe el silencio. Ahora es Beckett quien le reprende. Ha tardado una vida entera en crear su cara adusta y severa y no digamos el tiempo que ha tardado en componer los gestos. Un gesto detrás de otro hasta conseguir que no haga falta componer un argumento. Yo soy el argumento, parece decir. Si acercamos el oído, si miramos con detalle, apreciamos todas las inflexiones de esa composición difícil, pero cuál no lo es. 

Todas las cosas que pasan tienen ese grado de complejidad, pero la rutina ha facilitado el convencimiento de que lo entendemos, pero es falso, es radical y obstinadamente falso. Beckett está encima del escenario, está solo, no hay música, viste con sencillez, lleva un jersey de cuello vuelto y una chaqueta negra. Zapatos lustrosos. Se ve el brillo desde cualquier asiento. Quizá sea ese el aspecto más destacable, el lustre de los zapatos de Samuel Beckett. De pronto se retira del escenario. No sabemos si es el final de un acto o el final de la partida. El juego concluye. Se va levantando el público, no hablan entre ellos, no saben qué decir, no tienen nada que decir, nada que favorezca o entorpezca la sensación de que todo está dicho y de que no hubiera habido otra manera de que fuese dicho. Todo así muy extraño, cunde la idea de que Beckett desconcierta. Sólo hay que mirar su cara. Fíjense. Adviertan el paso cruento de los años. Pero tampoco fueron tan malos. Vivió de la escritura. Unas veces fue más absurdo que otras. Unas más nihilista. Otras más accesible. 

En una película de Woody Allen, un personaje usa a Godot para hacer un chiste inteligente con una furcia que ha contratado. Ella no lo pilla. A Beckett no hay que pillarlo a la primera. Ni siquiera cuando has pensado varias veces. Ni él mismo andaría capacitado en eso. Tienes que dejarte ir, déjate arrastrar quizá. Le dieron un premio Nobel y  lo puso en el cuarto de baño, dentro de un mueblecito en el que colocaba la loción de después del afeitado, la espuma de afeitar, las cuchillas y una brocha gorda de la que se encaprichó en casa de Joyce. Otro pájaro sencillo. Hay que amar  a Beckett, no podemos dejar de amarlo, nos ha explicado muchas cosas del siglo XX y si estuviese aquí nos explicaría muchas cosas del XXI. Esa habilidad no se le puede negar. La de contar con pasmosa elocuencia, aunque parezca que lo enreda todo, a pesar de que lo haga. 

 No sabemos dónde está Godot. Un día que encarte, a poco que nos esmeremos, acude. Yo creo que Godot es uno mismo. Todos somos Godot, todos somos Beckett. La vida es una representación dramática en la que hay espectadores que carraspean, se van o deciden encender el móvil y ver cómo van las acciones o si hay prórroga en la final del partido de fútbol. Beckett lo amonesta desde el escenario. Le basta un gesto. La mirada de Beckett es de gárgola. Como era un poco francés, aunque irlandés de cuna, puede ser una de esas gárgolas de Notre Dame. Ahí está. Vedlo emerger en mitad de la noche. Va a decir unas palabras, pero de pronto ha elegido callarse, mira desde su inmarcesible altura y se coloca bien el cuello vuelto. Se lo ha descolocado el viento. Ya sabemos qué sucede cuando Samuel abre la boca: desencanto, implacable desencanto. Y entonces es mejor no saber, tal vez sea mejor no tener esa necesidad de que todo se entenebrezca y a la cabeza la ronden mil dolores pequeños hasta que se conforma y deja que el desencanto prospere. Qué más da.

 Vladimir y Estragó esperan sin propósito. No llega Godot. Es un mcguffin Godot, y Beckett, su padre, es un pesimista, un pesimista sin sentido, ni siquiera uno con un argumento que dar, con una serie de tragedias con las que explicar su posición en el mundo. Le oigo en el escenario todavía: miradme languidecer, miradme llorar, miradme morir, aunque no languidezca, ni llore, ni se tenga noticia de que la muerte lo ronde. Prefiero al escritor de novelas, pero el autor de teatro es el más atractivo. La novela no le da tanto juego, contando con que la novela lo engulle todo. Mirad, si no, Moby Dick. Melville hizo lo que le dio gana. Hasta hay ediciones juveniles que omiten la parte de nomenclatura, no siempre agradable, ni amena. Tal vez cuento con el teatro porque es una imagen la que proyecta; el hombre con su mensaje, la persona con su máscara, el silencio con todas esas palabras que no llegan. Hay que ser Beckett un rato al día o ser Beckett días enteros, aunque uno pueda regresar después, incluso no tener idea de qué pasó mientras fue Beckett un rato en un día o días enteros. El público sale del teatro, pero el actor sigue en el escenario. Se ve cómo aplaude. Todo ha salido como quería. Beckett ha sido el espectador y todos los que se alejan (ahora están celebrando que la función ha terminado) fueron los verdaderos intérpretes. No hay una trama, nunca la hay. Incluso es una trama inservible cuando todo apunta a que algo tiene verdaderamente sentido. Hay que leer a Beckett. Hay que flotar en las palabras. Se me ha ocurrido que lo hay que hacer es flotar en la escritura. Leer es no ahogarse.

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