20.2.22

51/365 Walt Whitman

 




“Soy poeta del Cuerpo y soy poeta del Alma”

W.W.

A ojos de Dios, Bach es su músico y Whitman, su poeta. De Whitman se dice lo que yo no he alcanzado a entender del todo, por más que me haya esforzado o por sentida que haya sido la lectura de su obra: que era la voz de América, el poeta del pueblo, el coleccionista de esplendorosas imágenes. Es cierto que lo leí en época de lecturas primerizas, tal vez mal, sin el bagaje posterior, cuando todo deslumbra mucho o se rechaza mucho, en esa edad (la universitaria, en este caso) en la que hay autores de cabecera (algunos, muy selectos) y no existe nada más. Se prefiere releer un mes entero Hojas de hierba que leer otra cosa. Sé, por esas lecturas, que Walt Whitman era un poeta diferente a cualquier otra que yo hubiese conocido. Aún hoy, todos esos años más tarde, sigo pensando que es único, no hay ninguno que se le parezca, ningún otro escribe con esa convicción, como si todo lo que creó saliese de una parte suya que ni le pertenecía, como si todo hubiese sido dictado (el numen debe ser eso) y él se encomendara el oficio de transcribirlo y no modificar en demasía el mensaje. Como un dios de cana barba luenga y ojos profundos, nada que no hayamos visto en la iconografía disponible. 


Walt Whitman no invita a que se lo relea con frecuencia, habrá quien felizmente discrepe. No lo hacía un amigo, entusiasta, por otra parte. Mi alegría al releerlo, me confió, no invita a que se alargue o a que se la frecuente. Es tan solo ese amigo antiguo al que ves en la calle y saludas con afecto, con breve entusiasmo, con el que has tenido aventuras y has vivido tristezas, pero que no está ya entre los asiduos, sin saber bien qué animó esa amable distancia. No agregó razones mayores; no se las pedí. No llego yo a ese punto de hartazgo suyo: él debe haberlo leído con mayor apasionamiento, habrá llegado más adentro. En lo que yo entiendo, Whitman es un poeta deslumbrante, pero lo es a trozos, no conviene atiborrarse, puede producir hartazgo su ingesta. Cada vez que regreso, en todas esas veces en que cojo alguno de los tomos de su Poesía Completa (edición bilingüe, como debe ser) siento que me habla a mí, me hace escuchar al modo en que uno escucha a quien te concede el depósito de una confesión, aunque todo lo que entrega (esa voluntad panteísta, de gozo con la tierra, de amor casi cósmico) acabe por producirte una sensación muy parecida al cansancio. No es que Whitman canse, adoro a Whitman: lo que hace es llenarte, crea expectativas que se cumplen de inmediato, logra que la naturaleza tenga una voz y tú puedas sentir lo que dice. En ese sentido, el poeta profetiza la eclosión pura de la democracia, que había sido alumbrada por los griegos y que nunca tuvo una más entusiasta bandera. Se me ocurre el Canto General de Pablo Neruda, que deslumbra muchísimo cuando se descubre por primera vez y luego (cosas de Neruda) decae en lecturas posteriores, como si sólo quedara el fogonazo y no la misma esencia del fuego. De Neruda no dijo nadie que escribiera la biografía de todo el mundo: son palabras de Gertrude Stein, que amaba a Walt Whitman. 


Whitman es el poeta del hombre ordinario, el común y el mortal, el que se obstina incesantemente por procurar estar en paz, en la dulce calma del trabajo hecho y del sueño merecido, el que es invitado por la naturaleza (por los ríos, por las montañas, por los árboles, por la lluvia) a vivir en ella y estar en comunión con ella. Es el de Whitman un mundo que vibra, en continuo anhelo de deseo, sin las trabas de lo urbano, limpio del vértigo del capitalismo. Él mismo se cantaba y se celebraba, festejaba su presencia en el mundo, apreciaba como casi ningún otro poeta (tal vez Homero) el fluir épico del tiempo, la sensación de que todo lo que ocurre es un milagro, un continuo y reverberante milagro que transcurre delante nuestro y del que hay que tomar registro. Esa es la función del poeta, la de Whitman: tomar nota, enumerar los prodigios. Lo hace cabalmente, sin receso. Es agotadora a veces ese vicio. Whitman enumera como luego, por ser su traductor, por influencia suya, imagino, hará Borges. Las listas de elementos de Whitman son ricas y explican el mundo sin que falte nada, como un Aleph doméstico y sencillo (ahí volvemos a Borges de nuevo) que sirviera de mirador y al que nos apostáramos para no perder detalle de nada. Aflora entonces la ingenuidad, la cadencia tímida, aunque valiente, en la que lo revelado por la poesía presagia lo revelado por la vida misma, también ingenua, también tímida, y valiente. Una vida que se puede narrar en los campos, en las tabernas, en el optimismo de la voz cuando se sabe escuchada y canta. Porque Whitman es un cantor de la palabra. Puede que hasta se le escuche declamarla, si uno apresta el oído al runrún interno, a ese ritmo privado, que no lo da la novela, a la que él renunció, y sí, con plenitud, el verso, que es un aliento de la inconmensurable inspiración del cosmos, podría haber dicho él, permitidme el atrevimiento. 


Conocí a Whitman por Lorca, a mediados de los ochenta, en la época novicia en asuntos de letras, cuando abres muchos los ojos, cuando llegaron en tromba todos los poetas y todos los novelistas, sin que uno pudiera hacer nada para evitar esa irrupción mágica. La oda que Lorca le compuso, la del Poeta en Nueva York, me hizo buscar con verdadero deseo alguna obra suya. Compré Hojas de hierba en una edición barata, de segunda mano, en una librería de viejo en Córdoba. Recuerdo esa primera lectura con nitidez. La primera fue en el camino de vuelta a casa, leyendo a saltos, versos de aquí y de allá. Me fascinó la posibilidad de poder leer sin que hubiese un relato, sólo por el placer de escuchar la música de las palabras, todas esas imágenes poderosas que Whitman exponía en su poética. Al saber más tarde que Whitman tardó cuarenta años en terminar de corregirlo, en darle una clausura tras decenas de ediciones publicadas a las que él añadía o censuraba algo, sentí que mi dedicación era indigna. Pobre e indigna. Como si alguien construye una catedral y uno la mira al pasar, sin apreciar la hechura de la piedra, la soberbia rotundidad de sus líneas. Ayer noche volví a leer de esa manera, a saltos. Un bocado aquí, otro allá. Poemas enteros y partes de otros, como si me urgiera la prisa, que era lo último que hubiese deseado el tranquilo Whitman. No sé qué sueños produjeron sus notas festivas, sus colores, su adánica manera de asentar un paisaje y dejar que la luz lo ocupe y los pájaros trencen en el aire puro su epifanía de acrobacias. Porque Whitman es un topógrafo absoluto. Nada se escapa a su ojo, todo es incumbencia suya. Todos esos personajes interpuestos en Hojas de hierba cuentan un trozo de la historia: la del hombre cercano al hombre, la del hombre abrazado a Dios. El poeta Whitman, todos los demás poetas, a decir suyo, son así voceros de la divinidad. Y Dios no es barroco, ni se manifiesta con una sintaxis complicada, por lo que el poeta Whitman escribe con deslumbrante sencillez: matrimonia la palabra con la naturaleza, hace que el río fluya con las palabras, intima con el eco de la lluvia el rumor de las palabras. Tendré que volver al poeta de nuevo, sentir el arrimo litúrgico de los versos, pensar que es un regalo lo que se me cuenta, que ese hombre barbudo y un poco mesiánico (daría miedo topárselo en una reunión de escritores laureados) tenía el recado de contar el mundo. Que ninguno otro había recibido ese encargo inagotable. Whitman es el poeta de lo feliz, el que nos cuenta algo que habíamos pasado por alto y que, de pronto, al reconocerlo, al darle sentido, nos conmueve, nos hace sentir hasta mejores, más íntegros, más heroicos. Hay una heroicidad civil en la literatura de Whitman, un deseo por hacer el bien y por esconderse después de hacerlo, por no molestar, por no dejar caer la idea de que se anhela algún tipo de reconocimiento. La fe, la jubilosa fe, no precisa público. Sólo que alguien sienta, padezca, vibre, ocupe en su pecho la entera extensión de la felicidad. Esa es la magia de la poesía. Da igual que uno regrese a ella de tanto en tanto y resuelva aplazarla, dejar que te abrace o te conmocione más adelante. A veces es ése el propósito: mirar en silencio perfecto las estrellas en el aire húmedo de la noche, se le oye recitar. 





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