!Defiéndenos, Tintín, que nos atacan!
(Luis Alberto de Cuenca)
Lo que fascina de Tintín es que está a salvo de la realidad, no le incumbe, no tiene nada que cuestionarse cuando ella vira al absurdo (suele pasar, está pasando) o cuando esa realidad se pone levantisca o abiertamente caótica (es el caso casi siempre). Tintín sigue a lo suyo, sin flaquear, entregado a su causa quijotesca, la de ejercer de caballero andante, si se mira bien, con su Milú a modo de Rocinante y su Haddock ejerciendo de Sancho Panza. Téngase en cuenta que el capitán era alcohólico contumaz y fumador empedernido, lo cual hace que su figura no sea precisamente ejemplar. Por apetencia moral, me apetece elegir al buen capitán, quizá por eso, por su inclinación indisimulada a ciertos apetitos que en estos tiempos están en franca reprobación, como si uno no pudiera ingerir todo lo que le viniese en gana, siempre que tenga sus tasas fiscales, claro.
Acudí tarde a la tintinofilia. Me echó un poco atrás el tipo de dibujo, esa abundancia de trazos limpios, de viñetas pequeñas y compactadas que se suceden sin que exista una distracción distinta a la de continuar avanzando, intrépidamente tal vez, como el propio Tintín, sin desfallecer hasta el logro de la meta. Tardé poco en hacerme a esas hechuras estilísticas, que ahora adoro. La tardanza no hizo mella en el entusiasmo: Tintín es algo familiar, a lo que se acude de vez en cuando (hubo una época en que revisé todos los cómics, uno tras otro, vorazmente, sin descanso) y se rememora, de lo que uno sabe suyo, en propiedad permanente. Uno se apropia del espíritu aventurero de Tintín. En esa propiedad viajo a la luna, recorro las selvas más recónditas de América del Sur o me adentro en los pasadizos de las pirámides en Egipto. Luego están los quisquillosos, los que le buscan tres pies al gato, sin ver si el gato es hermoso o si se deja tocar y hasta se aquerencia su presencia, pidiendo que tarde en dejarnos; todos esos que sólo ven su poco afecto al comunismo o sus pequeñas referencias antisemitas. Me da igual que Hergé, el belga más famoso que conozco, se inclinara a dibujar a su personaje con esos ribetes conflictivos. Qué más da. Cuando lo leí por primera vez, en ese instante epifánico, no sentí nada más que gratitud y deslumbramiento. Quizá haya que pensar menos cuando el placer entra de un modo tan sincero, frase por la que probablemente reciba la desaprobación de los militantes de lo pulcro, gente que censura que en las películas alguien beba sin consideración, gente que quema ejemplares de Tintín o de Astérix en enormes pilas funerarias en la tosca creencia de que contienen estereotipos negativos de algunas etnias o porque la mujer no tiene el mismo peso en los diálogos que el hombre (de hecho sólo aparece como personaje fijo la cantante Bianca Castafiore, muy cómica ella) o porque la inclusividad no está garantizada en ninguna de ellas, argumentos peregrinos y desajustados a la creación pura y que, a la larga, harán más mal que bien y lograrán que nos enfrentemos de nuevo (ya lo estaremos haciendo) por motivos en apariencia ya ampliamente superados. Como si estuviese prohibido inventar un personaje misógino. Tintín en su Syldavia mítica vive tiempos difíciles. Las amables hazañas de este crío intrépido que Georges Remi (Hergé) creó son patrimonio de la humanidad. Bueno, tal vez no de toda ella, no podemos democratizar el talento y pensar que cualquiera con una sensibilidad mínima podrá disfrutar de un cómic en el que un muchacho serio, demasiado formal para su edad, un poco asexuado y resuelto en meter el dedo en el ojo de quien se le cruce en su camino gana a medida que pasa el tiempo. Los que hemos buscado el tesoro de Rackham el Rojo o hemos estado en la luna sabemos qué gozo tan intenso es viajar con un libro en las manos. Los de Tintín nos defienden de la mediocridad de la realidad, que se obstina en ponernos calles y horarios, escaparates y despertadores, cuando lo que de verdad queremos es recorrer el mundo, hacer como el buen Alonso Quijano y deshacer entuertos por el a veces inconfesable placer de proceder con rectitud. Tintín defiende al débil, qué otra cosa hace un héroe. Él es débil en ocasiones, todos los héroes lo son. Lo salva Milú, su inseparable fox terrier blanco. En el improbable caso de que el azar (no será otra cosa) me regale un perro, lo llamaré Milú. Nunca sería un reportero adolescente, si ese osado azar me pusiera en bandeja las aventuras y los conflictos. Rehusaría, haría que otro lo hiciese, pero qué gusto perderse en las páginas de un tomo de Tintín, qué sencilla manera de seguir siendo un niño.
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