22.2.22

53/365 Fernando Fernán-Gómez

 



Dijo retirarse del teatro porque le molestaban los espectadores. En realidad yo creo que actuaba para si mismo, se daba esa satisfacción a la que, por gajes del oficio, acarreaba la presencia del público. Era sincero y era también adusto. Tenía la virtud de no tener doblez, cosa que en su trabajo suele darse con abundancia. No era simpática, no quiso salir. Se puede tener esa voluntad, la de no despertar simpatías. Lo difícil es no despertarlas. Fernando Fernán-Gómez fue un señor peculiar al que le debemos admiración, da lo mismo que en privado, cuando firmaba libros en las ferias (también escribía y muy bien, por cierto) o era saludado con afecto por quienes apreciaban sus interpretaciones, fuese un rancio, un malhumorado, un huraño, un arisco, todas esas cosas y, probablemente, todas juntas sin que ninguna moleste a otra. Tuvo que ser un donjuán de corte intelectual, de los que se ganan el favor de la féminas por la locuacidad y el atrevimiento lingüístico. Era fama verlo con mujeres de buen ver (es expresión suya) en fiestas y similares, todas alrededor suya, como si fuese el mismísimo George Clooney vendiendo café. No pudiendo ser Clark, se dejó llevar por las caricias del teatro y acabó metido en faena. De ellas alguna vez refirió que las preferías atractivas, no excesivamente cultas. Una demasiado culta le podría venir para que le diese clases de Filosofía Medieval, no mucho más, añadió. Llegó a decir que no deseó ser actor por un afán puro y noble, al modo en que otros anhelan dedicarse a ese oficio tan duro y tan hermoso. Era un hombre ensimismado de sí mismo, tierno en lo que uno va conociendo, en lo leído, capaz de no hablar por no molestar y, a la reversa, capaz de encarnizar el verbo y ponerlo al servicio de la razón, cuando no de la ironía y de la chanza, todo servido con una capacidad para el contar asombrosa, que no le faltaba tampoco en la vida diaria, en el ir y en el venir por los platós televisivos o en las entrevistas, no pocas, a las que se prestó. Fue cabal en lo suyo, estricto. Habiendo pasado tanta calamidad, él las contaba con una mezcla de estremecimiento y de jocosidad, no podía ir a medias por las cosas, debía entregarse enteramente, dejar huella, como quien dice. Lo hizo sobradamente. Cómico a ratos, trágico los demás, hizo cientos de películas o de obras de teatro, escribió con ardor la parte que los demás no le escribían nunca. Ya se sabe, hay algunos que escriben que lo hacen para compensar las tramas que no encuentran en los libros de los otros escritores. Recuerdo ahora El viaje a ninguna parte, El mundo sigue, La extraña pareja, El abuelo, Belle Epoque, Esa pareja feliz, El mundo por delante. Uno recuerda la voz de todos los personajes a los que di vida. La oye de vez en cuando. Sin que se la invite. Hacen pensar en que llevaba razón Fernando cuando comprendió (ay) que el cine había derrotado al teatro o que los jóvenes y su liberal ansia de cosa nueva y rápida (parece que le estoy escuchando) han derrotado a los viejos y su gris querencia de cosa antigua. 


Hijo de cómica, Fernando Fernán-Gómez tenía cara de cómico y gesto de gárgola, lo cual es una manera de decir que era un actor para casi cada ocasión, pudiendo ser amable con colmo o desabrido y áspero con mayor audacia, si cabe. Eran conocidas sus impetuosas formas cuando algo que le sucediera no cuadrara con su consideración, la que él había hecho y de la que se había ilusionado. Como defecto, decía, era también irónico, tendencia que se daba en él de antiguo, dado a proyectarse en los amigos y tenerlos en casa para que beban o charlen y no se quieran ir a la suya. Recuerdo un programa de televisión, como de entrevistas o algo así, en la que se me hace la idea de que el actor hacía precisamente eso: traer a un improvisado salón familiar del plató a gente del mundillo y departía con whiskies y humo (es posible que invente lo del humo) los asuntos del vivir. Se le debe respeto a este hombre de voz y sabidurías profundas. Hizo por nosotros lo que no se le exigía: acompañarnos tanto tiempo, poner diálogos e imágenes a un tiempo (amarillo, como el suyo, como el de Miguel Hernández, comido por los años como una fotografía) que anduvimos juntos, aunque él no tuviera noticia de que venía con nosotros. Este hijo de cómica, su madre lo parió en Perú y registró en Buenos Aires, con ocasión de una obra que andaba representando, tuvo lo que muchos: una abuela tierna de la que ha dejado registro de variadas formas, todas amorosas. Fue la que le informó a las claras de quién era: hijo natural, o sea, de madre soltera. De chico quiso ser un señorito rico, pero luego ganó (cuenta él) la idea de que en la guerra gana la injusticia y entonces se apaña uno con ser pobre. Nunca buscó enriquecerse, pero cómo hacer ascos al bienestar. A lo que no puso trabas fue a trabajar. Más de doscientas películas, quién sabrá cuántas obras de teatro. El trabajo es un castigo que Dios impuso, lo dicen la Biblia y Fernando Fernán-Gómez: "los cristianos sabemos que lo impuso Dios y que no lo ha levantado". Toda la altura dramática de esa certeza quedaba en juego más tarde. El actor, el autor, el creador Fernando Fernán-Gómez fabulaba con la posibilidad de que la vida le colmase de inquietudes, que no cesasen nunca y lo tuviera en el escenario hasta que el cuerpo dijera basta. También con la de saber lidiar las penurias. Se obcecaba en dar de sí siempre el máximo, daba igual quién le arrimara el sueldo o qué público se sentase a aplaudirle o a pitarle. Cosas de los del teatro. Recibió en vida todos los grandes honores del oficio: premios nacionales de cinematografía o de teatro, Oso de Honor en el Festival Internacional de Cine de Berlín a toda su carrera o Medalla de Oro de la Academia de aquí, la suya, pero me da que lo que de verdad ansiaba era borrarlo todo y comenzar de nuevo, no por algún tipo de extraño desvarío o porque deseara alargar todavía más su vivida existencia, sino por pura nostalgia, por esa melancolía de quien ha dado la piel en algo y tiene piel aún por dar. Por volver a hacer esas películas tan malas que a veces hizo o por escribir esos libros magníficos que salían entre rodaje y rodaje o entre bolo y bolo por esos teatros de España. Lo de que le molestaban los espectadores era otra de esas salidas de tono suyas. Por incordiar, por hacerse notar, pero falsas en su totalidad. 

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