Una de mis predilecciones cinematográficas, un santo vicio de entre los muchos a los que les profeso sincera devoción, es el terror. Me parece asombroso que podamos sentir el miedo y luego, a voluntad, sin que intermedie un esfuerzo ni siquiera considerable, retirarlo, entender qué es ficción y qué no, escindir la parte fabulada de la real, el pánico a lo invisible de la calidez de lo real. Me inclino al buen terror, el que no recurre a una imaginería excesiva, ni siquiera leve, sino que susurra más que grita o insinúa más que ofrece, lo cual no es traba para que de vez en cuando caiga en el entusiasmo confesable del terror de serie B, el malo, el que grita y el que ofrece, el agravado por un guion previsible, capaz de generar risa en lugar de escalofrío, el que no escatima la floración de la sangre ni (es fama eso) la pulpa de la lujuria cuando la carne es convidada a que se abra o cuando el cuerpo, el pobre cuerpo, es invitado a que se sacrifique.
A lo que no renuncio es a tener a Nosferatu como icono de terror primordial. Es la representación que más me fascina del primordial Drácula. Debe ser el impacto que me produjo su primer visionado. La película de Murnau, vista en un cine de esos de arte y de ensayo, una sala pequeña de una lluviosa mañana de invierno, se quedó para siempre en mi memoria. Afuera la gente yendo y viniendo con sus paraguas, ocupada en sus cosas, sorteando charcos. Yo, feliz, en la sala, creyente de una religión privada y fiable. Está ese recuerdo ahí de una manera tan primorosamente nítida que bien pudiera parecer que fuese ayer cuando entré en ese cine (mediados de los ochenta) y decidiera refugiarme en la historia de Bram Stoker, desviada aquí, modificada su trama, antes de que Drácula se convirtiese en un icono y todo el mundo tuviese un vampiro en su cabeza. Tiene el conde Orlok, trasunto del propio Drácula, más empaque perturbador que el mismísimo vampiro de Transilvania y carece del porte aristocrática de éste. Es más turbio, es más de barro. Es el mal sin sintaxis. Cosas del expresionismo alemán de la época. Quizá contribuye el hecho de que Friedrich Schreck, el portentoso actor, hiciera un desempeño tan verosímil del papel encomendado, de modo que aún hoy no ha sido borrado del todo del imaginario popular la idea de que el actor era en realidad uno de esos vampiros, asunto más que jugoso para cualquier aficionado con interés en no rebajar la vigencia de los mitos. Hacen falta. tienen su predicamento, hasta su frívolo encanto. El mito es nutritivo. Sabemos que es deliberadamente falso o albergamos una brizna de duda, pero no nos interesa la verosimilitud, sino el atrevimiento, esa osadía voluntaria, el temblor que produce la contemplación de todos esos seres fantásticos, extraídos de un mal sueño, extraviados en la vigilia, diligentes y fieros en la penumbra del sueño.
Nosferatu nos hace temblar cada vez que dejamos que nos cuenten su historia, nos sentimos zarandeados, llama en alguna parte nuestra que suele estar siempre en paz, pero que de pronto se agita y nos hace sentirnos maravillosamente vivos. Esa es la facultad del miedo, su lanza y su herida. Una vez acomodados en su abrazo, se desea que no acabe pronto: queremos huir, pero algo pide que la agonía dure un poco más. Es la resignación la que lo ocupa todo. No se os refuta, ni se precave uno de ardides para disuadirla. Luego ya haremos escrutinio del daño y pondremos remedio para que la niebla se disipe y reine la luz. Los monstruos están dentro. El horror es el de uno mismo. Nosferatu nos mira con complicidad. Lo sobrenatural está en la mirada, no en el objeto que rigurosamente se ofrece. Queremos lo insólito porque la realidad no da como quisiéramos el tono turbio, la eclosión de la sorpresa y de la angustia.
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