2.2.22

33/ 365 Glenn Gould

 



I

En la cima de su carrera, lo cual en Glenn Gould no tiene mayor trascendencia, el mejor pianista de todos los tiempos decidió dejar de tocar en directo. Así que nadie pudo volver a verle descalzarse antes de acometer las piezas, ni sentarse en una silla de madera humildísima ni tararear como un poseído en las partes más líricas, entre algunas otras anomalías del comportamiento, todas celebradas por su insobornable masa de adeptos, que vibraban a cada excentricidad del genio, fascinados por ese vicio suyo de apartarse del talento clásico y campar a sus anchas, allá donde nadie había discurrido antes. Apartado de los circuitos de conciertos, reivindicó el esplendor de las grabaciones, el de un estudio radiofónico en el que perderse y en donde (tal vez) dar consigo mismo, puso todo su empeño (un empeño nada canónico) en hacer la mejor de las tomas posibles en cada pieza y se recluyó en su casa, convertido en una especie de Salinger de la música, pero con una más divertida extensión popular. También difundió su antipatía hacia Mozart o hacia Schubert y hacia los conciertos en directo, aunque seguro que adoraba a Mozart y añoraba los conciertos cuando pensaba en Mozart o en los conciertos. De cualquier forma, no es que Gould fuera un excéntrico o un chiflado, sino que los demás no habían visto jamás un pianista como él y siempre fue fácil el etiquetado popular, ese vicio. 


II

Canturreaba entre las notas. Eran chillidos audibles, nada melódicos, integrados en la partitura. No le daba más importancia. También, que recuerde, Keith Jarrett. Preguntado frecuentemente por esta costumbre suya, solía decir que no se había parado a darle una justificación. Tampoco se la había dado al modo en qué movía la cabeza al acometer alguna parte más enérgica de las obras que interpretaba o si sudaba más o menos que otros pianistas o si la cara como traspuesta era ensayada o provenía de algún recoveco de su excéntrico espíritu. 


III

Tenía una silla. Era un pianista con una silla. Se la hizo su padre a medida. Le permitía tocar con el cuerpo volcado sobre el teclado. La subía, la desplegaba y, al acabar el concierto, la plegaba y se marchaba con ella. No la dejaba allí. No permitía que otro cuidase de ella. Era responsabilidad suya la silla. Como si fuese parte de su propio cuerpo, como si ella también contribuyese a que las piezas tocadas hubiesen salido todo lo bien que se esperaba.


IV

En cierta ocasión, un técnico de la prestigiosa firma de pianos Steinway le saludó con desautorizada camaradería dándole una palmada en la espalda. Probablemente Gould hizo después una interpretación mayúscula, pero la reprobó, salió del escenario completamente abatido. Decía tener el brazo dolorido y le dolía el cuello. Pidió que ese técnico no fuese contratado de nuevo. 


V

Hay muchas leyendas sobre Gould. Algunas tienen que ser ciertas; otras serán paparruchas, que es la palabra española para referirse a las noticias que se han difundido sin tener una base fiable, las que convienen y se airean y convierten en virales (otra palabra moderna), es decir, hay mucho fake (paparrucha) sobre Glenn Gould. Supongo que hará que su figura trascienda más y haga que sus discos se reediten con más frecuencia o los aficionados programen conferencias y homenajes, en fin, ese tipo de cosas. Es cierto que escribía. Solía decir que dejaría el oficio del piano por el de la literatura. A su muerte, joven, cincuenta años, dejó cajas llenas de anotaciones sobre cualquier cosa que se le ocurriese. En su apartamento de Toronto se encontraron montones de manuscritos. Letra menuda, nerviosa, a veces ilegible. No sé qué fortuna o infortunio padecieron esas letras. Acantilado publicó, que yo sepa, su único libro, tendría que mirar por ahí para cerciorarme, qué más da. No, no soy en absoluto un excéntrico: tal era su llamativo título. Nunca me ha preocupado. Tal vez fuese un escritor pésimo. A quién se le ocurre exigir que Borges tocara el piano. 


VI

Como no sé tocar el piano, no puedo entrar a considerar la valía técnica de Gould. Cómo podría. No he estudiado música. La cosa pentatónica me parece un lenguaje críptico. Escribo sobre Gould de oídas, refiero lo que recuerdo, todo lo que he leído o escuchado (hay podcasts estupendos sobre casi todo, algunos sobre Gould son excelentes) y, sobre todo, cuento lo que siento, expreso lo que me dice escuchar a Gould y que, en otros casos, en mi escasa (nula) educación musical, no extraigo (no me conmueve, no me hace sentir bien) cuando son otros los pianistas. Es posible que ahí entra el lado exhibicionista. Jimi Hendrix lo era. También Pete Townsend o Jim Morrison. El cuerpo también es un instrumento. Cuando la obra acaba, hay que seguir difundiendo su mensaje. Beethoven no termina cuando se pulsa la última tecla de la partitura. Beethoven sigue en la cabeza de quien lo ha escuchado, permanece ahí. No sólo es Beethoven la causa, también la del ejecutante, el que no interfiere en la verosimilitud de la exposición estrictamente musical, no cambiando un pasaje, ni permitiendo que la creatividad arruine el texto del autor, pero aunque respete y se quede al margen de esas incursiones excesivamente licenciosas, los buenos músicos saben hacerse notar, hacen que la melodía, siendo la misma, sea otra. Gould hace que piezas conocidas nos resulten novedosas. Hace que Bach suene como si nunca hubiésemos escuchado a Bach. Como si las variaciones Goldberg fuesen siempre una experiencia nueva, aunque lleves veinte años (es posible) escuchándolas con frecuencia, en muchas versiones, unas más adictivas que otras. No hace falta tener una experiencia musical enorme, ni saber música: sólo hay que abrirse de orejas, dejarse llevar, apreciar la respiración de la música, recordar una interpretación y compararla con todas las demás y pesarlas y sentir que, en su aparente igualdad, difieren, no cuadra cada nota de una sobre cada nota de la otra. Glenn Gould era el que sacerdote de ese minimalismo audiófilo. 


VII

Borges cayó por una escalera y se conminó a escribir relatos fantásticos, por ver si su cabeza, dolida por el golpe, tenía algún daño severo. Gould tuvo una aspiradora. La empleada de casa, usándola en el salón en donde tocaba, no le permitió en cierta ocasión ensayar a placer. El ruido de la máquina ocultaba el del piano. Lo que hizo Gould fue tocar de memoria. No escuchaba lo que hacía, no al menos por la vía tradicional: era dentro de su cabeza en donde se estaba ejecutando la pieza. Pequeñas variaciones. Sutilezas. Esa experiencia la llevó después a un grado de sofisticación absoluto. A veces no tocaba una sonata, pongo por caso, sino que la restituía íntegra en su memoria, sin que faltara una nota. A decir suyo, usaba el oído interno, el que no se distraía con el rigor de lo real, el menos falible.


VIII

Glenn Gould era un hipocondríaco, también un aficionado a hacer girar cualquier conversación alrededor de sus dolencias. Temía que el frío de Toronto estropease su digitación. En verano salía abrigado. Bufanda bien calada al cuello (tuvo decenas), abrigo recio, guantes. En invierno, salía poco de casa y, en ella, poco de su habitación. Pedía que le trajeran propanol, diazepan y valium. Quería estar despierto, pero el peaje del cuerpo (el suyo era menudo y frágil) le exigía que descansara y durmiera. Acabó rompiendo esa especie de armonía entre la vigilia y el sueño. Hay quien sostiene que esa fragilidad suya lo hizo mejor pianista. Curtió su cuerpo, lo domesticó, le hizo comprender que el dolor es una extensión más de todas las sensaciones posibles que pueda sentir. Nos duele vivir, el dolor no es un añadido impostado, es parte de todo, una parte considerable y a la que, mal que nos pese, no podemos renunciar. Gould fue un maestro de sí mismo. Un aprendiz al tiempo. Eso no quiere decir que no sucumbiera y que su pedagogía fuese reprobable, pero la ejerció toda su existencia (breve esa existencia) y la aplicó en su técnica para tocar el piano. A veces cuando pienso en Gould me viene a la cabeza Michel Petrucciani. 


IX

Hay fotos suyas tocando el piano a los tres años. A un canario le puso de nombre Mozart. Sus padres no le explotaron al modo en que otros lo hacen cuando descubren que los hijos son prodigiosos y pueden hacerles más ricos o darles la notoriedad que no poseen. Glenn tocaba en la iglesia en domingo. Se imagina uno al pequeño esmerándose en Bach o en Handel, recibiendo halagos de los parroquianos, eludiendo que lo agobiasen. Fue así toda la vida. No quiso compañía que él no demandara. De ahí tal vez que sea falsa la leyenda de que era antipático y poco proclive a hacer amistades. Tenía su parte de humor y su charla, dicen de él, pero siempre disponía de la llave que abría y cerraba esa dependencia de su cabeza, la de la vida social, la de los otros, lo que no era esencialmente música. Porque Gould fue sobre todo una persona nacida para vivir la música incesantemente. Era una memoria puesta al servicio de cientos de partituras. 


X

Insisto en mi falta de competencia musical. Eso hace que escriba menudencias. De hecho, sólo se me ocurre escribir sobre la fascinación que ejerce Gould sobre mí, no sobre Gould, no escribo sobre él, aunque me esté extendiendo; ni siquiera sobre su magisterio y su excelencia, que se citan inevitablemente, pero en las que uno no es posible que entre sin que se delaten las deficiencias, tal vez las simplezas. Es del aura de la que hablo. Anoche escuché nuevamente las Variaciones Goldberg. Me acoplé los cascos y me dejé mecer hasta que me venció el sueño. Me sentí feliz. Dicen que felicidad es una palabra que aparece en todos los idiomas. Por mucho que hayamos hablado sobre ella, no se ha insistido (creo) en el hecho de que no necesita perdurar. 


XI

Dio conciertos hasta los 32 años y murió a los 50. Ahí se radicalizó su misoginia, su misantropía, pero nunca fue un misógino o un misántropo a tiempo completo, vocacional o profesionalmente. Lo era si estaba en peligro su inspiración, la parte interior del metrónomo, donde buscaba una nota perdida o ejecutaba una partitura de cabeza, como si fuese una ecuación matemática muy complicada de la que hubiese que despejar una incógnita. No fue un pianista, fue más cosas. Era como una especie de trasunto del autor. Era Bach cuando interpretaba a Bach o Chopin si eran piezas de Chopin. Queda claro (a lo sabido) que nunca deseó ser Mozart, aunque en ocasiones (alguna partitura de Mozart tocaría) se convirtiera en él a su pesar. Era un poeta que usaba un teclado cuando podía usar una hoja en blanco. Un poeta o un filósofo. Su poesía era humanista, no romántica. Su filosofía busca una coherencia moral, un código válido para entender la música dentro de las elecciones intelectuales que tomamos a lo largo de la vida. Rehuyó la glorificación del numen, no le importó esa idea antigua de que el genio recibe la inspiración y la vierte hacia su público (escribiendo, actuando, tocando, etc). Gould prefería una visión más terrena de la capacidad artística. Proviene del trabajo, viene a decirnos en cada una de las conferencias y entrevistas que dejó. 


XII

Siendo hijo de Bach, en todos los términos, Gould fue también hijo de Dios. El suyo era un Dios de homilía, a la que asistió desde muy pequeño encaramado a su piano o a su órgano, cumpliendo lo que se le encomendaba, dejando que su talento impregnara el aire e hiciera que la palabra de Dios fluyera con más entusiasmo por el aire de la iglesia. Ecuménica y musical, la fe de Gould no le trabó su indagación espiritual interior. No creo que buscara a Dios, sino que permitía que Dios asistiera a la búsqueda que había organizado. Esa fe un poco pagana le ayudó a no abismarse en la mística. Hubiese acabado por afectar a su condición de pianista. Todo se circunscribe al piano, todo acaba relacionado con el piano. Uno de sus logros más importantes fue el de arruinar (o menoscabar, en todo caso) la concepción clásica de los conciertos, la que venía a decir que en las interpretaciones en vivo se producía una interferencia menor entre la obra y el escuchante. Gould se embarca en la persecución de la idea contraria: los registros sonoros en un estudio dan una perfección que no consigue la restitución en directo. Se puede trabajar el sonido, se puede repetir las veces que haga falta hasta que sea el óptimo, se puede escuchar íntegramente una vez que esté registrado y repetido si conviene, sin que esa repetición reste entusiasmo o valía al conjunto. 


XIII

Leí que Gould (Gold de apellido, pero sus padres lo cambiaron) era un ilusionista. Ofrecía una convincente sensación de magia. Su manera de tocar exigía el recogimiento del público, una complicidad más lejos de la naturalidad de lo que pudiera creerse en un principio. Es cierto que es la inercia (ese dejarse ir tan melómano en sí mismo) lo que activa el principio del placer, pero después la audición impone sus cualidades sonoras, su velocidad o su lentitud, su recreación en los detalles. Respecto a la velocidad, las variaciones Goldberg grabadas en 1955 duran casi un cuarto de hora menos que las grabadas en 1982. Las mismas piezas, distinto tiempo. Nunca hemos escuchado esas variaciones, más morosas, menos veloces, que no quiere decir menos arriesgadas, salvo en el disco. Las tempranas son diferentes a las tardías. Como si hubiese un Bach que corrigiese a otro e impidiera que las obras se anquilosasen y no se transformaran, un Bach que autorizara que el intérprete alargara o redujera la duración del sonido. La música es, en esencia, tiempo. Adoraba la repetición. En ella, en esa redundancia sutil, estaba el verdadero centro de la música, su esencia, la que el intérprete anhela aprehender. 


XIV

Tengo varios discos de Glenn Gould. Sólo he comprado a posta, sabiendo que compraba un disco de Gould, no de Bach, las Variaciones Goldberg. Luego me las regaló un buen amigo, mi querido Alex, en un paquete en el que añadió una botella de cerveza de postín. Era un rito lo de la cerveza y el disco. Me la despaché en el tránsito que va del aria introductoria a la primera variación. No supe darle el protocolo necesario. Nunca se lo he dicho. Él, en su mejor voluntad, creía que la haría durar. Sucede que cada vez que escucho esas Variaciones (suele pasar que no caen de golpe, los treinta y tanto o los cincuenta y tantos minutos, según el disco que ponga) sino que selecciono unas cuantas o le doy al play y dejo que la música avance mientras hago algo. Parece una blasfemia escucharlas mientras se realiza otra cosa o mientras bebes una botella de cerveza navarra,  o era vasca, no sé. Tal vez me reprendiera el propio Gould si supiera que su música se consume como la de los Beach Boys o los Who, pero las veces en que te dejas absolutamente (es importante ese matiz) la música penetra absolutamente. Eres música, en esencia, tiempo con briznas de color, la melodía haciendo cuerpo en el alma, como si latiera el pensamiento y el movimiento lo hubiese compuesto Bach.


XV

Leí hace tiempo a Bernhard que Gould quiso ser el piano en sí mismo, de modo que nada se interpusiera entre él y el propio Bach o entre su idea de Bach y la música de Bach, por afinar más. También que su dramaturgia, esa manera de acometer las teclas o el modo precario de acomodarse en ese taburete singular daba un punto de excentricidad que él nunca buscó, pero al que se acostumbró con insólita presteza. Dio a Bach la categoría que se le conceden a las deidades griegas, si es que eres un griego de la época de las deidades griegas. Comparecía Dios (no creo que no estuviera) en el recinto privado de su inspiración y hacía que la música de su hijo favorito (quién duda que Bach lo era) reprodujera cada latido del cosmos, sin que ninguno se aplazase ni censurara. Nadie que se centre en entender a Glenn Gould puede prescindir de entender a Bach. No hay manera de que ese argumento funcione a la reversa, aunque al de Leipzig le hubiese encantado escuchar sus partituras en las manos del canadiense, que fue, en cierto modo, un Bach del siglo XX que no compuso absolutamente nada. Hubiese querido componer para animales, porque tocar para ellos ya lo hizo: su sueño era mantener una reserva para cualquier criatura desvalida o abandonada. Me hubiese gustado escuchar alguna conversación entre Glenn y su perro o entre Glenn y su afinador de pianos, que era ciego y no se despegó de él en casi ningún momento. Le diría que parase un poco o que no volviera a televisión a que se riesen de él. Qué absurdo, qué cosa más absurda. Cómo nadie puede reírse de un genio, le diría. Murió porque nadie le hizo caso. Toda la vida medicándose a su antojo, sin precisar el concurso de los fármacos, que cuando una afección pulmonar de verdad los requirió, no se le hizo caso y el corazón, otro metrónomo, dijo basta. De tener uno creencia en que otra vida aguarda a ésta, pensaría que el bueno de Gould se desviviría (perdonad el verbo) por dar con Bach en el cielo. Allí es posible que anden los dos haciendo que los ángeles se embelesen. Sea verdad o no, es una idea que me parece maravillosa. Eso tiene la fe. Que hace hermoso lo que podría no serlo nunca. Eso es otro asunto. 


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