Fotografía: Cristina García Rodero
Hay un momento en que uno se mira a sí mismo con absoluta dureza. No hay piedad, ni indulgencia: sólo el esmero en aplicar la exigencia más alta. No importa que ese acto de intransigencia sea irrelevante o que todo esa voluntad de sublimación quede en nada: lo que de verdad cuenta es el instante en que estamos en diálogo con nuestro interior. No suele pasar, no son muchas las veces en que se produce esa mirada limpia y profunda. En ocasiones ni siquiera se tiene la percepción de que estemos en ese trance, no requiere preparación, irrumpe sin aviso, nos arrebata y hace que cambiemos, no somos nosotros, no los que fuimos, todos los que modelamos durante nuestra existencia para afrontar la realidad y no dejar que nos coma. Porque la realidad hace eso: comernos. A veces da la impresión de que es al contrario y es ella la mordida, pero no sucede así, por mucho que las apariencias inviten a pensar que es uno el que muerde. Por eso fascina la belleza. No se deja gobernar, no tiene un protocolo que cumplir, ni se la oye venir poco antes de que se plante delante nuestra. Hay quien se mira dentro y arranca a bailar y se yergue y hace como que el mundo se ha detenido en cuanto ha levantado los talones y ha dispuesto los brazos como aspas. Lo que hay alrededor no contribuye a que ese acto de amor puro a uno mismo triunfe o flaquee. La derrota no vende nunca, no se le da el apresto, ni el predicamento, ni siquiera la generosidad con la que se abraza la victoria, la propia o la ajena. Se nos educa para vencer. En realidad todo está pensado para que desfile, rutilante y espléndida, la victoria. La propia Historia, la contada, la leída, la que perdura y avanza, es un extenso relato de los vencedores. Son ellos los que la escriben, a ellos se les encomienda el registro de lo que aconteció. No sabemos ni siquiera el nombre de los caídos, quedan en la invisible memoria de quienes depositaron en ellos la confianza del triunfo. Sin embargo, en el arte no hay vencedores ni hay vencidos. No se gana ni siquiera el aplauso de los que nos ven. No deprime que no suscitemos aplauso alguno. Hay cosas que hacemos para creer en nosotros mismos. Las vemos a diario en los colegios, en el patio de los juegos, en la manera en que un niño aprende. Es eso lo que debería prevalecer: el aprendizaje, la sensación de que estamos aquí para aprender, no para hacer las cosas bien a ojos de los demás o mal a los nuestros propios. Quizá sea al revés. Uno cree que lo hizo condenadamente mal y los otros advierten un fragmento de luz, una porción pequeña o considerable de belleza. Está ahí, ofrecida sin alardear, con la timidez de quien no precisa exhibirse. Basta creer. Es cosa de fe probablemente, fe en el interior, en la posibilidad de que al final de la actuación sintamos la plenitud, ese estado primitivo de la gracia. De pronto, la niña se sabe artista, se cree elegida por alguien, ungida por algún secreto don, aunque no haya símbolos religiosos ni esté el aceite como líquido de esa pureza o de ese extraordinario esplendor. Entorna los ojos, sube las manos, no imita a nadie: se está encontrado a sí misma, ha dado con los movimientos que la convierten en un ángel. Los desconchones en la pared, la pizarra humildísima y el agradecido público asisten a un hecho único: el de la verdad haciéndose paso, el de la vida convertida en un prodigio.
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