27.2.22

58/365 Paul y Jeanne



Hay que llenar los pisos vacíos, le dice el que regresa a la que está llegando. Un piso vacío es un poema al que todavía no le han puesto ningún adjetivo. Luego los pisos se van ocupando con butacas y mesas, pero la verdadera medida de lo que de hogar hay en ellos procede de lo que pensamos cuando deseamos llenarlos. El hombre ha querido retirarse, pero no tiene el valor de matarse. Ha estado en muchos sitios y no piensa que haya ninguno al que le apetezca ir. El piso es un refugio en el que dejarse consumir, pero ella se ha cruzado. Desea que no le nombre, le pide que no desee saber nada de lo que hizo antes de conocerla. Reina la voluntad de no tener una historia. Como si fuesen personajes de una novela que uno lee y disfruta, pero que acaba olvidando, sin saber cómo se llamaba el protagonista, si tenía una madre a la que echaba de menos o una mujer a la que amó y que acabó detestando. El amor está en el aire y no nos han enseñado a respirarlo. No sabemos cómo apresarlo, con qué empeño aspirarlo y mantenerlo adentro. Se acaba escapando, terminamos por dejarlo ir y abrimos la boca para que entre otra bocanada y los pulmones reciban, en trance, el aire nuevo. Por eso el hombre la mira sin que le afecte, entra en su cuerpo sin que un clamor de alada armonía lo arrope y calme, la enjabona y la seca sin que piense en que pueda hacerlo mañana y el otro, hasta que el hábito de verse se arruine o el tiempo los fulmine. En el piso que han fundado no existe el tiempo. Está la mantequilla, el suelo duro y las ganas de encontrar alguna respuesta a todas las grandes preguntas que se han ido los dos formulando. Ella tiene el pubis hirsuto, las tetas novicias y rotundas y la cara bonita. Él es un viudo nihilista, él es un perdedor al que no le falta nunca una buena historia que contar. Historias de otros. Episodios ajenos. Se van queriendo a su manera, pero eso no lo apreciamos, podemos pensar que es una obra de teatro lo que representan. El escenario. Los distintos decorados. Las palabras yendo y viniendo. El sexo hueco y sublime, triste y metafísico. El sexo es amargo. Sabe a amargo. No es verdad todo lo que dicen sobre cómo sabe. Da igual que hayas probado cien y todos tengan un sabor distinguible. El sexo es de un amargor enorme. Las palabras también huelen a sexo. Paul le cuenta a Jeanne una novela aplazada, una trama muy dispersa, una triste y sublime también. Una historia con Dios y otra sin Dios. Paul le grita, la insulta. No suena a insulto. No se le ve blasfemo. Es un salmo obsceno. Hay rezos en los que te crispa que no se te escuche. No sé muy bien todo esto. Tengo que pulir la mística. Creo que no me acuerdo de la última vez que recé, dice Paul. De todas maneras, quizá rece a diario y no tenga conciencia de que lo haga. Días de palabras elevadas a Dios. Puto Dios, le grita bajo un puente. Paul es un feligrés desencantado, un amargado que tiene miedo a serlo de verdad a tiempo completo, sin pequeños armisticios. Jeanne no sabe lo que es y anda buscando a quien la guíe. Paul es bueno en eso, en hacer que el mundo deje de tener sentido completamente. Porque nadie le ha contado a Jeanne ninguna historia que le explique el mundo y él la ha instruido en confundirla. La muerte no está a la vista. Está el dolor, está el vacío, está la pérdida, pero la muerte no es una consideración remarcable. Siéndolo todo, es nada, es un susurro, es una clausura limpia.  Es de la pureza de lo que hablan. Son puros. No sabemos cómo, pero desprenden pureza. Jeanne tiene la vida por delante. Paul no cuenta. Nunca lo hizo.

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