I
Apropiarse del objeto y transgredirlo, pero primero hay que amarlo y, antes de que se produzca el amor, hay que temerlo, aceptar que debajo del lienzo, a la vez que los colores y las formas, al tiempo que las texturas y la tensión narrativa, existe algo que afuera, en ocasiones, no se encuentra con facilidad: vida. A Francis Bacon no le interesa la evidencia visible, el cuadro que cualquier pueda observar y del que extraer algo perdurable o irrelevante. Lo que hace es violentarlo, descomponerlo al modo en que el aire desbarata la belleza de una manzana cuando se la ha expuesto en demasía a la intemperie. Bacon se apropia del cuadro, lo transgrede, lo transgrede, lo pudre y lo convierte en otra cosa, radicalmente distinta de la que parte, pero con la que comparte más de lo que en apariencia percibimos. Está el Papa Inocencio X, que recuerda una barbaridad al gran actor Gene Hackman, al que Velázquez no suaviza los rasgos y está la autoridad moral que representa, toda la pompa y la terrible circunstancia de los prelados en los tiempos oscuros (todos lo son, de un modo u otro). Malraux dejó escrito que todo hombre se parece a su dolor. El refranero popular sostiene que la cara es el espejo del alma. La vida de la que se alimenta el artista declina morosamente en muerte. Estamos en lo de siempre: el mal es el argumento. El bien solo ofrece un amago de verdad. Lo que mueve el sol y las estrellas, como quería Dante, no es el amor, sino su reverso.
2
Anoche, al encontrar de repente, enfrentadas, las dos caras del Papa, pensé en que el alma, por dentro, debe ser tóxica por naturaleza. Pensé en el Dorian Grey de Oscar Wilde y en los años, que no perdonan, estropeando hasta límites insoportables la cara de Iggy Pop. Incluso me acordé de Angel Cristo, al que vi en la cafetería del Carrefour, en Lucena, poco antes de que muriera, bebiendo un café en vaso largo, desganado, mal apoyado sobre una barra que le venía grande, mirando sin mirar, buscando la aprobación o la reprobación popular. Tenía la cara del Papa Inocencio X sin el estrago de la metafísica. Yo mismo, mirándome hoy al espejo, apreciando la barba blanca y los ojos con bolsas, meditando sobre el carpe diem, agradecí no tener que posar para ningún Bacon. No quiere uno verse por dentro. Hay días en los que uno desea no saber casi nada de lo que hay por ahí adentro. Sin razones. Instintivamente.
3
El arte que más nos gusta es a veces el que más incomoda. Logra irritarnos; hace que todo lo malo del mundo se ofrezca y pida que se lo observe. Miras el abismo y el abismo te mira a ti, decían los poetas apocalípticos, todos los hijos de Nietzsche. De Francis Bacon, a él regreso, me quedo con su sensibilidad quebradiza, impura, sucia al punto de que uno sólo busca la posible limpieza que todavía quede debajo. Como un palimpsesto. No sé si el pintor, al airear su caos, al aplicar toda esa voluntad de apartarlo sólo hizo que se impregnara más de él. En todo caso me sigue fascinando esa función del arte, la de expulsar los demonios o la de hacerlos tuyos. A veces el demonio es el que escribe o el que pinta. Leemos páginas turbias. Las mejores páginas son ésas precisamente: las que evidencian el dolor de quien las escribe. Toda la literatura es una especie de volcado del mal o una búsqueda (invisible) del bien. Imagino que el que pinta, quien pinta de cierta manera, también maneja estos argumentos. Somos afortunados los que podemos (con más o menos fortuna) liberar el alma con estas estrategias nobles. Hay nobleza en la creación. Luego está el lector (o el que mira un cuadro o ve una película o una fotografía), el lector comprometido con lo leído, el que lo deja correr adentro, aunque duela.
4
En Francis Bacon admiro el desorden, el infierno privado del que extraía el material de su obra. Como si una parte suya se desgajara y ocupara la extensión del lienzo, pero no a la manera que comparten otros pintores, que vacían su alma y dejan que fluya afuera, sino el alma completa, no solo el contenido, lo que tutela y acarrea en el discurrir de los años. Cada obra de Bacon es un trozo de esa piel interior, un desgarro más orgánico que metafísico, aunque ambas consideraciones reconocieran que se necesitan y una recabe de la otra la sustancia de la que carece y, entre las dos, fuesen anulando al hombre y haciendo que aflorara el artista. Bacon fue menos persona que genio, menos Bacon que pintor, escuché una vez en una de esas tertulias radiofónicas en las que un catedrático de algo es invitado y se explaya en lo que puede, por si no lo llaman de nuevo y le quedara algo que decir.
5
Ayer volví a ver imágenes del taller de Francis Bacon en Londres, luego mudado a Dublín cuando murió. Un poco Diógenes todo. Todos los artistas llevan un infierno dentro y el infierno es un lugar en el que no puede existir el orden, concluyó. Y en parte Francis Bacon fue un ser infernal, en el sentido topográfico de la palabra: un actor en eternas horas bajas, cuyo papel no precisa ser aprendido, ni recitado antes de que abra el telón; un atormentado también, comido por la apatía, consumido por las deudas, y también un excéntrico, un diletante, un pintor en constante estado de excitación creativa. No parar de crear es un infierno en sí mismo: no hay cielo al que acogerse, en el que pedir asilo. Las luces flaquean, la oscuridad cobra cuerpo conforme la cabeza va deshaciéndose y entrega su cuota de fiebre y de vértigo.
6
El taller de Francis Bacon de la calle Reece Mews era una obra más en el catálogo del artista. Ese acúmulo de materiales de desecho son, en algún extraño modo, una extensión del propio Bacon. Ese informe inventario de latas de pinturas, brochas con colores resecos, lienzos a medio acabar y cualquier pequeño accesorio del oficio. Bacon insistía en que esa desorden le inspiraba. De haber podido persuadirle a que recondujera su existencia (esa ficción), tal vez no lo habría hecho, a pesar de prever a qué conduce el desquicio cuando lo contamina todo. Es una especulación: en cierta ocasión pensé en qué le hubiese contado a Borges, si se me hubiese permitido tratarle o si pudiese regresar de la eternidad (ahí está) y concediese que le hablara y escuchase la historia de los muertos que siempre poblaron (de una u otra forma) sus cuentos. Cuentan que un buen amigo de Bacon le pidió que adecentara el taller, habida cuenta de que un equipo de televisión iba a visitarlo y filmar un pequeño reportaje. Se negó en principio, pero le persuadió la suma de libras que iba a percibir por ese insignificante préstamo de tiempo. Era un habitante del averno, pero allí también funciona la Master Card. Lo que le atormentó días después es una absoluta falta de inspiración: era incapaz de dar dos brochazos buenos. Sólo recuperó el numen cuando el caos regresó, triunfal, al taller. La suciedad es el alimento: la pulcritud ahuyenta el numen, lo aparta como si esa limpieza suya apestara.
7
Ignoro los materiales que inducen a que un escritor se sienta enteramente a gusto en su trabajo: que note el aliento del estilo, la cercanía de una inspiración doméstica, íntima, cercana al dominio total de su creación. Si precisa una biblioteca a su alcance o si, por el contrario, lo que le eleva al grado óptimo de escritura es el silencio, un aislamiento mullido en donde perderse, encontrarse, dar con la palabra exacta sin que le estorbe la realidad. Al escritor le incomoda la realidad y deja entrever en cada escrito eso ilusorio y utópico que es dejar de escribir si se quiere vivir. Me siento identificado con el escritor ascético, con el pintor severo y consciente de su trabajo, empleado en su causa, conjurado a rendir su oficio, al que se entrega sin que le distraiga el mundo. Bacon, en su taller, en ese útero perfecto, encontraba el sentido de su obra, la flecha divina que ilumina el corazón y lo transforma en una dinamo sensible. El mejor sitio en el que escribo son las bibliotecas, no seré el único. Hay refugios perfectos, impecablemente rodeadas de ruido y perfumadas con el trasiego casi violento de gente arriba y abajo, buscando su sitio también en el mundo. Al menos, así fue, creemos que así será. Es ahí, en las bibliotecas, sin embargo, bien pertrechado de libros, rodeado de letras, donde la escritura fluye y uno siente que el tiempo no existe. La vida es la biblioteca del artista. Tal vez el anhelo sea cancelar la opresión de lo real y la fundación de una supletoria o alternativa, no sé bien, no se precisan certezas en estos asuntos. Basta con que uno sepa aislarse. Yo sé. Bacon quizá no fuese mucho de salidas. La vida estaba en su cabeza : se confinaba adrede.
Velázquez
Título: Retrato del Papa Inocencio X.
Autor: Diego de Silva y Velázquez (Español. n. Sevilla, 1590; m. Madrid, 1660).
Fecha de composición: 1650.
Dimensiones: 139 x 115 cm.
Lugar de Residencia: Galleria Doria-Pamphili, Roma
Bacon
Título: Estudio siguiendo el Retrato del Papa Inocencio X, de Velázquez.
Autor: Francis Bacon (Inglés. n. Dublín, 1909; m. Madrid, 1992).
Fecha de composición: 1953.
Dimensiones: 153 x 118 cm.
Lugar de Residencia: Des Moines Art Center, Iowa.
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