Busco en el haiku
equilibrio. Lo encuentro
en las palabras.
(Manuel Lara Cantizani, haijin maximo)
Hay que ser generoso con lo pequeño para que resplandezca lo grande. Sucede cuando se deja uno fascinar por cierto vacío que, una vez que el ojo prospera en su observación, revela un milagro o cuando las palabras se concentran en dar la expresión justa y no se recrean en ninguno de los festines de la sintaxis. El haiku es una decantación sublime del paisaje, una de esas emociones que cruzan un momento la estancia del corazón y luego se desvanecen. Tenemos de ellas esa especie de inminencia de un milagro, esa maceración delicadísima de su sustancia más honda, aunque no podamos fijarla ni darle hospedaje en los recuerdos. Lo tuve, pero se ha ido, podemos decir. Las dos ideas que lo componen tienen una cesura de una sutilidad tan asombrosa que puede no llegar ni a apreciarse. Su logística es severa; tres versos, el primero de cinco sílabas, el segundo de siete y el tercero de cinco de nuevo; asonante, las más de las veces. Hacen bien quienes lo toman como juego. Ojalá lo fuese toda la literatura. Por ser, hasta concederíamos que se les considerara una travesura, una pequeña distracción de menesteres más altos, pero basta ahondar en ellos para comprobar que requieren una sensibilidad absoluta, una diligencia extrema en el cómputo (esa es la parte logística) y en la armonía que ese escrutinio abandona a modo de eco en el aire o de onda en el agua.
No basta con dar con la puntillosa métrica o con el aconsejado ritmo: hay que dejarse convidar por el tejido frágil de lo real, hacer que sus texturas cuenten el misterio de la luz cuando privilegia la elocuencia de la sombra. Hacen los haikus lo que probablemente (excepción maravillosa la del aforismo) ninguna otra manifestación literaria: convierten a lector en un espectador privilegiado, en el depositario de un sabor o de un aroma o de un tacto que se encabalga con un apero mínimo de palabra y que se expande en un caudal asombroso de emociones. Un haiku no se lee: se degusta. En él cabe todo, aunque los puristas exijan cierta observancia, una pureza que a veces conviene a medias y de la que no muchos haijines salgan ilesos. Uno de los mejores que este aficionado ha leído es de Borges. Imagino que lo hizo para que María Kodama amase su Japón natal con el entusiasmo que nunca desplegó. "El hombre ha muerto./La barba no lo sabe./Crecen las uñas".
Lo primero que gusta al leer el libro de haikus de Conrado Castilla es su respeto al género. Se aprecia en la contención misma, pero también en cierto canon, en asumir esa idea romántica de que no se puede entrar en una tienda de porcelana con una armadura de la Edad Media. Un haiku, uno que de verdad conmueva, tiene algo de porcelana o de seda, pero igual se recama de rudeza y semeja un yunque al que se le pueden dar los golpes más severos. Se deshace el autor en cuidados para no incurrir después en perdones. Da de sí lo que ni él mismo sabía que podía. Hay una fiesta de los sentidos en esa cosa que él mismo se encomienda, hay un recado fragilísimo, hay un rigidez delicada. En su cartesiana pauta silábica (cinco-siete-cinco) cabe la primavera entera o el big bang o el amor más puro. Ante todo, Conrado Castilla se decide poeta, se declara sensible, se presenta feliz.
Hay una alegría grande en estos haikus, hay un deseo de vida. Se plasma en asuntos sencillos, en la ofrenda misma del paisaje, en la cadencia del tiempo. Se trenza y se destrenza la naturaleza, de la que se elogia su fulgor y su timbre, "Brotan las flores,/en ramas del jazmín,/Se va el invierno". Qué impredecible es la sencillez. A veces acude sin que apenas se aprecie. Expresa el croar de una rana entre nenúfares o la blonda del mar cuando sonríe o el silencio de la golondrina en un alero o el viento meciendo una gota de agua en un arcoíris o (mi favorito) el azul del mar después de una tormenta. "Tras la tormenta, /el mar antes plomizo/ se vuelve azul". Toda ese refinamiento que es, ante todo, respeto por la tradición y, al tiempo, juego y travesura, como un niño que de pronto se descubre dueño de su juguete y, a sabiendas, lo apura y comprueba hasta dónde resiste su consistencia. Conrado es ese niño con un juguete nuevo: titubea con las palabras, las acaricia, las toma, las deja al final con timidez, con júbilo, con gratitud. Porque se le ve agradecido: aplaude al lenguaje mismo, lo festeja. El libro entero, en su ofertorio de imágenes, es una consagración modesta de los sentidos. Ese es, al cabo, el fin previsto, la conclusión habida.
Hay libros que nacen con vocación de refugio. Se tiene de ellos la idea de que nos consolarán cuando arrecie el frío, que no tiene que ser necesariamente una sensación térmica. Hay muchos tipos de frío. Del que nos libra un libro como éste es de naturaleza más etérea. Le concierne el mundo. Acudí a él en verano, cuando llegó a casa. Vuelvo ahora, lo retomo, le procuro una atención posterior que gana en hondura a la festiva primera. Recompongo la sensación novicia de agrado, primero, y de saber, después. Su finura es la de la naturaleza misma: se agranda si se la mira con ese cuidado suyo. Hasta se engalana en ese frescor de lo breve, en la sublimación de un tiempo que, conminado a brillar, se retrae, se hace pequeño y, al tiempo, cobra el vuelo del verbo, que es la herramienta de un poeta, y Conrado lo es.
El libro de los haikus del canto y del agua es una declaración de amor también. Lo que el poeta se encomienda es la rendición de un modo de sentir. Que sea el haiku el vehículo elegido no es accesorio: lo escoge por ajustar la vibrante eclosión de esa naturaleza a la urgencia de las palabras, que se atropellan en ocasionea, que se traban y desdicen y precisan una urdimbre severa, un ensamblaje limpio, propósito que el haiku cumple con sólida eficacia. Las teselas de este mosaico no revisten mayor exégesis: las hojas doradas, el grillo en el verano, el susurro de las golondrinas, la fragante yerba, la luna resguardada entre nubes, un arcoíris doble, una bandada de aves que cruza el aire de la tarde, la rumorosa fontana, el silencio nublado por el sopor de la siesta. Y he aquí la plasmación sobria de algo que, por más que se haya contemplado, puede contener el prodigio, el asombro: "Un día más/se caerán las hojas/sobre la calle". ¿Se puede ser más maravillosamente sencillo? ¿Qué verdad trenza la verdad cuando no hay adorno que la engalane? El haiku hace ese ejercicio de falsa austeridad. Lo que no se ve, lo que las palabras no elucidan, hace su trabajo semántico por debajo y concita una frugalidad unánime, una especie de coro arcangélico dulce y arrebatado.
Uno tiene la ridícula idea de que la poesía puede explicarse, hacer que se entienda y se anime a leer, escribí una vez sobre otro libro de Conrado Castilla (Cuando no tenga presente, Cuadernos del laberinto, 2018) También que la poesía es la verdad que no se puede canjear por ninguna otra manifestación del espíritu. Con este libro de haikus, se produce de nuevo esa invitación al más puro festín de las palabras, las que son verdad y las que importan, ahora con más vocación notarial. Como si el poeta se apostara en una atalaya, ahí el bueno de Conrado, y registrase el fulgor de lo real, toda esa mecánica de las cosas a las que hacemos poco o ningún aprecio y que, de repente, exigen una atención y, más tarde, palabras que las resguarden del olvido. Como fotografías que durarán más que lo fotografiado, que es levedad y es fuga, que el viento mece y se desvanece. "Sentencia simple:/si bebes de esta fuente,/verás la rosa". Cálido y sensible: podemos sentir la calidez y las emociones. Se dan con espléndida honradez, con serena humildad. El poeta ha hecho lo que le ha pedido su numen, que es casi como decir que se ha dejado llevar por el loco fluir de las cosas y ha cogido de aquí y de allá hasta construir un refugio al que ir con alguien del brazo viendo cómo brota del jazmín la flor que lo hace imperecedero, rutilante y lírico. Se va el invierno, se despide con la escarcha cuando alborea, con el hielo de la mañana sobre las losas, con la lluvia tímida en la acera, como un regalo. Eso nos diste, querido amigo.
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