Al diablo no se le tutea, no se le ofrece asiento en la casa, ni siquiera entra en lo prudente que intimemos con él, nombrándolo, dejándonos acariciar cuando nos pone la mano encima, abriendo mucho los ojos si se goza lo visto. Debemos desoír todo lo que nos susurra, no convienen esos regalos, al final cobran su peaje. Si existe el bien, el mal ronda cerca. Si hay Dios, no podemos dudar de que el Diablo rivalice con él, lo desautorice, gane adeptos a su causa y los agasaje como sabe. Robert Johnson fue uno de esos adeptos, un feligrés de la causa diabólica, es fama eso, un muerto de hambre que en cierta ocasión (son leyendas, qué haríamos sin las leyendas) se apostó en un cruce de caminos de Clarksdale, en Mississippi, y pidió al Diablo que le hiciera el mejor guitarrista de blues del mundo. Te doy mi alma, alguna tendré. No hay constancia de esa petición, cómo pudiera haberla, no se levantó un acta, ni se registraron documentos gráficos. Todo es un rumor parecido a otros de los que tampoco tenemos pruebas y que, sin embargo, creemos sin más. Es la fe la que interviene, ese don maravilloso que nos atraviesa y permite ver donde otros no lo hacen y sentir donde otros no sienten. Una especie de milagro inverso. Después del canje, una vez que el buen Diablo le concedió el deseo de ser el mejor, Robert Johnson compuso y tocó 29 piezas fundamentales del género. Necesitó 2 sesiones en el hotel Gunter de San Antonio y en una habitación con una grabadora de un edificio de oficinas en Dallas entre mayo del 1936 y junio de 1937. Algunas canciones fueron grabadas varias veces por lo que contamos con 42 grabaciones conocidas.
Sabemos poco del genio. Después de tocar en vivo, nervioso y como en trance, Robert Johnson se marchaba a toda prisa del escenario. Como una cenicienta temerosa. Quienes no están dispuestos a avivar leyendas, cuentan que lo hacía para acrecentar el misterio. No había nada más. Johnson tocaba en los precarios estudios de entonces de una manera muy peculiar. Cogía su Gibson de segunda mano y se ponía cara a la pared, sentado en una silla. No quería, al parecer, que le viesen tocar sin que tuviese público de por medio. Satanás le poseía, concluían quienes alimentaron la literatura del mito. Roto por la muerte de su hija y de su esposa, Robert Johnson se refugió en el blues. No estaba especialmente dotado para la guitarra, pero de pronto deslumbró a todos con una técnica asombrosa. Sus letras tenían (además) algo parecido a la poesía. La ganó por el mecenazgo de su segunda esposa, de recursos financieros más notables, que lo apartó del trabajo y de la tristeza y lo trató de centrarlo, haciendo de él un hombre nuevo, menos promiscuo y menos bebedor, básicamente. Casi lo consiguió. El 16 de agosto de 1.938 (probablemente, no hay tampoco certeza en esto) el diablo cobró su deuda. Robert Johnson tenía 27 años y tan sólo hacía dos que había grabado las piezas de su escasa discografía. El dueño de un club de mala muerte en el que solía tocar le envenenó afrentado por la infidelidad de su muy joven esposa con el músico negro. En el certificado de su defunción no se registra si fue un marido particularmente celoso, un whisky en pésimas condiciones o su mujer quien le aseguró seis palmos de tierra. Podemos añadir la sífilis, de la cual hay constancia documental de que la tuvo. El diablo se llama a veces estricnina. Sin él no habría rock. Así de sencillo. Eran tiempos duros y gente como Johnson inventaron el blues. Sí, ese género en el que alguien plañe a su manera y parece que ves las lágrimas caer y mojar el suelo de barro. Robert Johnson es el primero de todos los que vinieron después y escribieron las grandes páginas.
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