El poeta ve lo que el filósofo piensa
(Charles Simic)
No hay manera de aplicar con tiento el oído y tratar de escuchar si de verdad las tijeras están haciendo su oficio. Quizá no haya evidencia de que las tijeras han hecho su trabajo y el escenario está lleno de cuerpos desmembrados o de árboles cortados. Charles Simic hace una poesía negrísima, las más de las veces. Sus poemas parecen tramas de un cuento de Lewis Carroll pasadas por la turmix de la CNN. Cuando se hace de noche la realidad contiene más trazas de ficción todavía. Y si uno lee las páginas de esa historia que él cuenta pareciera que ha transcurrido en tinieblas con unas tijeras campando a sus anchas, abriendo surcos en la carne limpia, alfombrando con sangre los nobles campos de la luz sencilla de los buenos sentimientos. Hay días en que me viene a la cabeza este poema de Simic (Juguetes aterradores / Frightening toys) y en las tijeras del azar escribiendo la editorial de los tiempos.
La Historia hace sonar sus tijeras
en la oscuridad,
por lo que al final todo acaba
sin un brazo o una pierna.
Pero, en fin, si eso es todo
lo que tienes para jugar...
¡Esta muñeca, al menos, tenía una cabeza,
y labios encarnados!
Calles desiertas, casas de madera,
sucios escaparates:
sentada en los peldaños,
una niña en camisón le hablaba.
Parecía un asunto serio.
tanto que la lluvia quiso oírla,
y cayó sobre sus pestañas,
y las hizo brillar.
Simic, que es un irónico o un metafísico de a pie o un escéptico metido a lírico o un surrealista que padece accesos de cordura, hace una poesía deslumbrante, dolorosa y acogedora, balsámica y punzante, esa rara habilidad posee. Una de esas poéticas que convienen en tiempos convulsos y en tiempos de bonanza, no sabemos cuándo habrá de ésos. En realidad es el poeta más útil que he leído recientemente, podemos retirar el adverbio. La poesía no tiene que contar la realidad, tiene que contarse a sí misma, pero no podemos soslayar que está hecha de palabras. Palabras humanas, palabras falibles. Eso contando con aquello de que la poesía es siempre un arma cargada de muchas cosas y ahí entra cada uno para investirlas con los dones que se precisen para que no pierda comba en la administración de la realidad, pero no puedo evitar la imagen purísima, incluso en su tosco principio de tragedia, de las tijeras en mitad de la noche, del mundo venido a pique, de las banderas ahogando la boca, de los juguetes rotos como constancia del aire muerto.
Abres un libro de Charles Simic y ves las tijeras, unas tijeras que cambian de forma, pero continúan ejerciendo su oficio de rotura y de daño, con su ruido patético, en su ir abriendo las carnes y el alma. No se sabe si el alma es al final la más dañada en estos juegos patrióticos, si las fronteras y los idiomas hacen de tijeras de podar y quien sale al final perjudicado es el jardín interior, la bienandanza (que decía un amigo mío), la bondad como un ingrediente y no como un recurso. Pero son malos tiempos y no se ve que vayan a ir a mejor. A veces las tijeras pueden ser un casco alemán lleno de piojos que el niño Charles arrebató a un soldado muerto y que fue mofa en la familia Simic durante meses. Piojos nazis. Es un buen título para un poema surrealista o para una letra de un grupo punk. Un monstruo ama su laberinto es un libro con el que precaverse de los días tranquilos en los que nunca sucede nada. Esos días son una trampa. Hay gente mala por todas partes. Están en la calle por la que paseas o en el parque donde los niños corretean hasta que se echa la noche. El mundo arde y uno pasea o ve las travesuras de la infancia o estudia violín ("El niño Nerón dándole al serrucho...", traduce Jordi Doce espléndidamente) o lee distraídamente los resultados del fútbol. Son, en el fondo, canciones alegres tocadas con tristeza (no he salido todavía de Un monstruo ama su laberinto, Vaso Roto, 2015)
El mundo no se acaba, cómo va a hacerlo. Seguirá en pie, tambaleándose, haciendo un esfuerzo imperceptible por no venirse abajo o no ejerciendo disimulo alguno y balanceándose con estrépito. Espera el mundo a que nieve un poco y la blancura de la tierra apacigüe la ira que la ha cruzado de parte a parte. En Diciembre, dice un poema, los vagabundos cargan con sus pancartas. Unas proclaman el fin del mundo. Otras, los precios de una barbaría local. A veces las cosas más sencillas encierran las tragedias más grandes. Ves un niño en una calle que ha sido bombardeada acarrear el resto de un juguete de madera que milagrosamente no se ha desvencijado del todo. Lo hace con paciente compromiso. No sabe que lo que está salvando es al propio mundo. Lo lleva hacia un lugar seguro. Tal vez Simic sea ese niño todavía, todos deberíamos tener al menos la voluntad de que algún niño que tengamos dentro no se desvanezca del todo. Elegíaco, solemne, triste, pero también lúdico, surrealista y llano. La poesía de Simic se entiende tan bien. Leí una vez que era el tipo de poesía que agradaba a quien jamás había leído poesía, lo cual es un mérito no al alcance de cientos de poetas maravillosos que, conocidos por el neófito, causan cierto estupor, ese tipo de perplejidad ante lo que no se comprende, aunque sospechemos que sin duda será bueno y nos hará, caso de que entremos en su dialéctica, más felices.
Simic nació en un país que ya no existe. Está Belgrado y estarán los recuerdos del asedio nazi a la ciudad. Los tendrá en préstamo. Alguien se los confiaría y él los ha ido manteniendo. Esos recuerdos suenan en inglés en su cabeza. No en serbio, la lengua madre. Las palabras se borrarán a su manera, cobrarán la condición de fantasma. Sentirá el poeta el sordo caer de las bombas en alguno de esos apagados destellos de memoria, pero será una guerra ajena, aunque ella causará la diáspora a los Estados Unidos. Su abuela no creía en Dios, pero albergaba la certeza de que el Diablo rondaba las calles y se colaba en las habitaciones. El nieto pasa los ochenta años y ha tenido tiempo de reírse del Diablo y de no confiar en Dios. Tantea la vida con la convicción del que no la entiende, con la ironía del que no se cree facultado para vislumbre siquiera un pequeño atisbo de entendimiento, con la distancia del que todavía padece el dolor que sintió en la infancia, pero no es Simic únicamente un poeta conjurado a contar los males de la guerra. Hay una divina elocuencia de lo sutil, permitidme el oxímoron: cosas que planean la circunstancia del poema, sin adentrarse en él, cercándolo y, al tiempo, dirigiendo la mirada, haciendo de brújula para que destelle al final su significado, el que cada uno convenga. No se sabe quién gana, quién pierde: el juego de las palabras depara la ilusión de que cuando concluye se reinicia la partida y que los contendientes olvidan si fueron agraciados con la victoria o se les concedió la derrota. Ser poeta es escuchar el ruido de una bandada de pájaros que nadie escucha o reconocer el temblor de un árbol que agita sus ramas y deja caer sus hojas sin que ningún viento lo toque. Trata de eso la poesía: de que te desvele un rumor de belleza, una inminencia o un aviso de claridad y te ocupe la entera extensión de tu asombro y veas y sientas de otro modo, con ese rumor y esa inminencia en la perseverancia precursora de tus manos, en la curiosidad absoluta de tus ojos. Seremos actores que no podrán recordar las líneas que aprendieron cuando concluyó la tragedia, que es farsa si se piensa con calma la trama que la ocupa. Y estaremos obligados a memorizar de nuevo las líneas y a sentir otra vez el dolor. Lo que hace Simic es evitarnos el olvido. Cuando lees qué fue del hombre en el siglo XX en sus poemas, tienes un alivio inmediato, sabes que hay quien registra el roto de las tijeras y nos lo enseña. Por si vale para algo la visión de las ruinas. Por si es posible que el niño no tenga que cargar con su juguete roto sorteando los cadáveres. Hay que ser conciso en el decir, pero no omitir ninguna palabra. La de los entristecidos, la de los que tuvieron que irse, la de los que ni pudieron quedarse. Ahora Simic tiene dinero, probablemente más que nunca. Y fama. Es Pulitzer, poeta laureado, profesor insigne. Todo eso será cierto para alguien. Seguro que él sigue notando los piojos nazis en la cabeza. Seguro que escucha a los piojos relamerse con la sangre.
Adenda:
Charles Simic es además el poeta que adora a Charlie Parker, al jazz en su vasta extensión. Una conmoción: eso fue lo que sintió cuando en su Belgrado sintonizaba emisoras locales que pinchaban discos de esa gente negra allende los mares que hacía música maravillosa, en palabras suyas. No se me va de la cabeza el Simic niño, enredado en el swing, oyendo el trenzar de los metales de una jam session para desobedecer el ruido de las bombas.
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