8.2.22

39/365 Charles Laughton

 



No le dieron jamás un papel de galán. Eran más frecuentes los de marido deprimido, juez de carácter agrio o personajes perversos y un poco melancólicos también. No cortejar a las damas en pantalla, no recibir nunca esa encomendación dramática debe curtir como actor, imagino. Miraría con disimulo y arrobo al efebo de turno con la envidia profesional de quien tiene arrestos para acometer el rol de donjuán. De ahí su reciedumbre en el gesto, su casi permanente estado de embobamiento facial, como si la vida transitara a la vera y no fuese cosa o incumbencia suya, que él estaba para las alturas intelectuales o morales. Una cara y un cuerpo como el suyo daba para rey o para bufón, daba lo mismo. Era el asesino rondando en la sombra, el inspector concienzudo o el emperador romano en la pompa de su evanescencia. Hubo pocos más dotados que él para el oficio de ser otro, que es básicamente el encarnado en cualquiera que se sube a un escenario o se deja filmar por una cámara. Fue otro tantas veces que es probable que en algún momento dejara de ser sí mismo y se transmutara en todos los demás, los personajes malvados, bonachones, enfermizos, tiránicos, humanistas o enamoradizos en los que tuve que transformarse. Qué actor no sabe eso. El hecho de transformarse, en el fondo, debe traer algún efecto secundario al modo en que los medicamentos que nos sanan traen consigo una rémora de malestar que requiere la presencia de otros medicamentos que lo subsanen. 


Charles Laughton, él y todos cuantos fueron como él, tienen inoculado el veneno de la farándula. Me encanta esa palabra: farándula. Da igual ser Enrique VIII que un profesor universitario. En cambio, aunque nunca encandilase a las actrices ni remotamente produjera cualquier atisbo de flechazo amoroso, tenía el bueno de Laughton un encanto en la pantalla que no estaba al alcance de otros con más apresto estético. Me estoy refiriendo a la tranquilidad, una especie de bonhomía militante. De él se llegó a alentar el rumor de que tenía un punto siniestro, que podría convenir a su desempeño dramático. Hay actores (actrices también, claro) que crean en quien los observa una especie de afecto manso y duradero, ingenuo también; quienes fomentan la idea (nunca fiable) de que guardan aviesas maneras y que podrán sacarlas en cuanto se les asedie lo suficiente o vean que su bienestar está comprometido. Se les quiere, hay una inclinación natural a considerarlos algo propio, que no puede ser vulnerado ni modificado por nada de lo que hagan, aunque los guionistas les den las líneas menos brillantes o las más crueles. 

 

Actor por encima de cualquiera otra circunstancia, Laughton se bragó en teatros y en el cine mudo antes de que su oronda figura y su peculiar (podremos añadir más adjetivos después) rostro (que él comparaba campechanamente con el culo de un elefante) ocupara la pantalla por entero. Lubitsch, Renoir, McCarey, Hitchcock, Preminger o Wilder, que recuerde ahora, dejaré una decena más con igual prestigio, confiaron en él absolutamente. Hicieron que la película en la que actuase tuviese el tono exacto, sin sobreactuar jamás, eludiendo cualquier frivolidad, dando de sí mismo lo que en ocasiones no estaban dispuestos a dar los demás. El propio Hitchcock rubricó esa idea con una frase que ha quedado cincelada en la memoria de cualquier cinéfilo: " Nunca se te ocurra hacer una película con animales, ni con niños, ni con Charles Laughton" Alexander Korda, ese espléndido y olvidado director húngaro que devino inglés, llegó a recomendarle una comadrona para que le ayudara a parir en las escenas de más costoso desempeño. Un actor es, en esencia, un instrumento de otro actor, una especie de palimpsesto orgánico, que tiene la huella de todos los personajes que trazó y que moldean los que están por venir. Es casi algo milagroso que ninguno de ellos interfiera en los otros, que ningún rey en el que Laughton se hubiese reencarnado condicionara a ningún lacayo, que la decadencia de ningún mendigo contrariara la opulencia de un señor feudal. 


A decir de quien lo conoció mejor, Elsa Lanchester, novia de Frankenstein y, a la sazón, también suya, esposa más tarde, Charles Laughton fue un homosexual reprimido. No resultó un obstáculo para que estuviera juntos casi cuarenta años, lo cual es mucho más de lo que muchas parejas consiguen con prósperos vicios de cama de por medio. Burlaron con infinita pulcritud los estrictos códigos de censura: para alardear ya estaban los personajes enjundiosos, no tenían que excederse en la vida pública, ni alimentar más de la cuenta los rumores sobre su extraña relación de pareja. Un actor bien dotado puede ser lo que desee, esté subido a un escenario o tome té en el salón de su casa. Era tan bueno interpretando (comentó Elsa Lanchester en su biografía) que apenas se apreciaba su orientación sexual. Tal vez su fisonomía, de lustre menos vistoso que otros homosexuales de su época, no desbocó las comidillas de las revistas del gremio. Se cebaban más con Randolph Scott y Cary Grant o, de haber tenido noticias, lo hubiesen hecho con colmo de atenciones con el apuesto Rock Hudson. 


Yo soy más del Laughton oscuro que del bonachón que he esbozado al comienzo de esta sencilla nota. Por lo general, agradezco más los pliegues de lo tenebroso que la blonda recamada de la luz. No sé qué podrían decirse de mí, pero no albergo duda alguna sobre la conveniencia de que el mal tenga su pequeña comisión de protagonismo. Quizá así luzca el bien con más fulgor y los actos piadosos se revelen con la intensidad que no suelen, aplazados o vencidos por la locuacidad y la pompa de la sombra. Qué Quasimodo más entrañable, a pesar de su fealdad. Qué listo Hitchcock, cuándo no lo fue, al encomendarle el cuidado del villano mayúsculo. Él solo se come la trama, la engulle. Quizá esa sea la razón de su sobrepeso, si me permiten el atrevimiento cómico. Querría él, quién sabe, ocupar el tiempo en la dramaturgia, en salir en escena, en mostrarse, en hacerse querer un poco esos minutos de sublime ser otro. Porque hay actores (hablo de oídas) que no saben al final quiénes son de verdad después de haber sido tanta gente durante tanto tiempo. Se miran unos papeles a otros, se dicen cómo les va vida, si podrán aparecer de nuevo o si estarán ya para siempre ocultos, convertidos en pálido recuerdo. Querría (es especular) que se le recordara como Enrique VIII, con todas esas mujeres danzando arriba y abajo, decapitadas algunas, arrojadas al olvido otras. ñ




Además hizo una joya del cine como director, La noche del cazador. Esa fue su única contribución a la dirección. Duele que en España se estrenara 15 años después de su estreno y en televisión, fuera del circuito serio de un cine. Duele que en el país en donde se produjo fuese un fracaso absoluto. Imagino al Laughton director pensando en qué se equivocó él o en qué se equivocaron todos los que la rechazaron abiertamente. Un error habría por algún lado. Hay tantas obras de arte que no poseen la comparecencia pública merecida, ni el refrendo de la crítica, ni el unánime aplauso del público. Adquieren la condición de clásicos a poco que se revisan. Lo que fascina de La noche del cazador es su sincera evocación del mal, sin los ambages del cine de entonces, sin la truculencia del posterior. El falso predicador Harry Powell, inmenso Robert Mitchum, es el mismo Laughton, lírico y monstruoso, fascinado por la opulencia de la maldad y convencido de que es el romanticismo el que guía todos sus pasos, los terribles y los piadosos, si es que hay algo de bondad en su discurrir casi apocalíptico. La dirigió con la edad que tengo yo ahora y murió pocos años después. Fue su etapa desconcertante, la del cansancio de las tablas (muchas películas, muchos viajes) y la de la necesidad de contar algo con su propia voz, haciendo que intimaran los tonos duros y los mansos, la ferocidad adulta y la inocencia de la infancia. Ese cuento infantil resiste el paso del tiempo por varias razones. La que me hace sentir a mí más en deuda es su inmarcesible (déjenme que sea generoso con los adjetivos) sinceridad: no flaquea, por más que cambien los tiempos; no se mira con estupor, ni con ese afán moderno de convertir en mercancía cualquier emoción. Todo lo que Laughton filma en su película (no hubo otra, ya digo) es de una ternura cruda, permitidme ahora el oxímoron. Él mismo era tierno y despiadado. Bastaba un torcer el gesto, una mueca a tiempo de que la cámara la registrara. 

 


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