Bartleby Ilustración: Helena Pérez García
De escribientes cabales estará el mundo lleno, habrá legiones de ellos, pero ninguno como mi adorado Bartleby, el del cuento de Melville. el de la figura "pálidamente pulcra, lamentablemente respetable" y de aspecto "singularmente sosegado". He ahí mi favorito, el elegido entre todos, el protagonista de mis atenciones. Tuvo la genial ocurrencia de eludir las obligaciones y decirlo sin ambages ni retórica: "Preferiría no hacerlo". Esa fue su respuesta, en ella dejó clara su intención o su falta de ella. Era, Bartleby a decir del observador fiable que narra la historia, un copista judicial, gremio singular, añade, que no tiene predicamento en la historia de las tramas literarias. Era también un individuo oscuro y apartado, del que poco o casi nada puede decirse, del que no puede armarse una historia, con sus matices y sus desvaríos, con su enseñanza o su peculiaridad. Cuando el bueno de Bartleby reproduce su inclinación a no hacer algo (el "preferiría no hacerlo") no procede con hostilidad, no hay impertinencia, sólo transmita un sentir vivo, una decisión absolutamente personal. Tiene el arte de desconcertar, produce en quien lo escucha la sensación de afecto que impide estrellarlo contra la pared o, menos hostilmente, levantarle la voz o impelerle a que deponga su actitud, la de la no obediencia, cumpliendo sin más el trabajo que se le ha encomendado. Se niega a explicarse, no concede posibilidad alguna para que desista. Es una actitud numantina la suya, sin resquicios ni debilidades hasta que su tozudez le abre de par en par la puerta de la cárcel, acusado de insubordinación, aunque sea de un modo tan lacónico o tan amable. Las suyas no son maneras revolucionarias, no deja de transcribir la inmensidad de documentos legales, los que debe duplicar incesantemente, por motivos sindicales, aduciendo que le explotan o que rebajan su dignidad, sino que sencillamente toma una decisión y la lleva a término de manera inflexible, la decisión de no continuar escribiendo, la de no ser amanuense nunca más, aunque ése sea el oficio por el que le pagan.
En conciencia, a cuenta de lo visto, es preferible arrimarse a la máxima de Bartleby, ese preferir no hacerlo. No por pereza ni movido por ningún ascua de ignorancia. Bartleby, un hombre de cierta edad, el de los del gremio de los amanuenses o escribas judiciales. Los hombres benévolos y las almas sentimentales sobre las que el narrador deposita su relato no son muy distintas a las del penoso ahora. Ninguna de las cosas que puedan contarse escandalizarían al lector actual. La literatura no se ha privado de personajes como el de Melville. Y uno, en el esmero de contarlo todo con primor, reclama ese sentido primario de las cosas. La fórmula, amplificada, ramificada, evidencia la desolación del ser humano, su absoluto estupor ante la existencia. ¿Y quién no estáabrasado por lo real? ¿Quién, a pleno pulmón, consciente de su interior, no preferiría no hacerlo, no involucrarse, dejarse llevar, agotado y limpio, legítimamente habilitado para ese abandono? ¿Quién, cayendo lo que cae, no optaría por el refugio de la dulce apatía, no se siente cómodo en ese deseo, sobrevenido y puro, inasequible a ser diseccionado sin robarle su extremo grado de honestidad? Cuando Bartleby se decanta por rehusar hacer copias o registrar documentos lo que está haciendo es invalidar al lenguaje mismo. La realidad es la aplazada, la cuestionada también. No es que no quiera hacerlo. No es una negativa. No hay una voluntad hostil. Lo que hay (y lo que yo aprecio) es una deliberada (y mágica) suspensión de esa realidad rota. Querría yo suspender en ocasiones la mía. Encontrar entre todas las fórmulas del protocolo una que manumitiese la voluntad ajena e hiciese que ganase, sin atropellos, con mansedumbre, la propia. Bartleby, el destructor. El que ofrece un sistemático plan de demolición, el que (en otro orden de cosas) podría valernos para soportar el rigor de lo real, como quería el poeta. Porque los tiempos están verdaderamente envenenados y es posible encontrar un antídoto en las palabras. Es en el lenguaje en donde está la salvación.
El pobre papel del abogado de Melville, obligado a entender a Bartleby, es el que falta en la escenificación de esta pequeña trama. Porque es una trama pequeña. Es irrelevante traer a Bartleby hoy a esta casa. No sé si hace uno bien en enredarse en estas frivolidades del ocio de la mañana, nada más poner el pie en el suelo y decidir sobre qué escribir hoy, qué persona (o personaje) traer a esta galería mía de favoritos. Se prefiere no hacer las cosas, tampoco la de escribir en ocasiones, pero no tengo palabra en ese asunto, es un vicio, es un vicio. Vivo uno con ellas o vive de ellos, tiene la fortaleza para no darlos de lado, aunque en ocasiones lastimen la salud y nos hagan leer hasta altas horas de la noche o ponernos a escribir a primerísimas de la mañana. No se prefiere no hacerlo, no es precisamente ésa la postura, pero bien podría ser la que esté por venir. Tal vez un día el ánimo decaiga, flaquee la voluntad y se decida dejar de hacer algo o, en todo caso, por ser más educado, preferir no hacerlo. Como mi Bartleby, como el pobre copista que acabó en Las Tumbas, en esa cárcel de la historia de Melville. Gana el no, lo hace sin estridencia, sin las alharacas de otras decisiones y sus razonamientos y sus vericuetos y sus números.
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