Hay poetas que aman su ruina, adoran la literatura y detestan la vida eso me lo contó un amigo cuando hablamos de Panero. Es esa ruina la que les faculta como poetas precisamente, ven la periferia de la belleza, el trozo de ella que acabó desquiciado, su yo roto como un trozo de pastel al que de pronto se le han encaramado un puñado de hormigas. Leopoldo María Panero odiaba a Leopoldo María Panero, pero estaba encantado con lo que escribía, no había otra cosa en su vida que le acercase más a cierta sensación de bienestar que la de producir poemas o la de ser entrevistado o (hago un spoiler) burlarse de su padre muerto o excederse en estimulantes y en poetas franceses. He aquí la literatura convertido en ocupación soberana, en el hombre que se ha impuesto la metódica labor de cartografiarse. Todo es deleznable y ruin, nada merece salvarse, nos cuenta, pero la palabra es el instrumento sagrado, es a la que se encomienda la sublimación de su alma. Alguna habrá por ahí adentro, estará todavía algo suyo que pueda procurarle algún tipo de consuelo espiritual. Él, pese a todo, quería ser sublime. En ese trayecto, el que va de la vida a los libros, no deja nada en pie, todo lo tritura. La familia es la primera sacrificada. Sólo hay que ver El desencanto, la película transgresora de la Transición, el documento en el que los hermanos Panero (Juan Luis, Michi, el propio Leopoldo) se nos ofrece la esquizofrenia, la paranoia, la afición extrema a la bebida, la deslenguada propiedad de la venganza. Era Leopoldo María un niño bien (me viene ahora a la memoria un tango) con un padre laureado en los juegos florales del franquismo más rancio, con una madre con un nombre incómodo (Felicidad) y una maldad inteligente. Esas son las peores, a poco que se piensen.
La vida vino después, con mayor entusiasmo si cabe. El poeta en el manicomio es el poeta manumitido de los protocolos, es decir, el hacedor máximo, el obrador puro. Duele el confinamiento en el sanatorio con más crudeza si es tu madre la que te recluye con peregrinos argumentos sobre la marihuana o sobre el infantilismo. Porque Leopoldo es Peter Pan. Un niño que no ha querido crecer y se ha quedado en un idílico País de Nunca Jamás Perpetuo en el que (si cuela) podemos meter una república y llevar a juicio al Rey. Son cosas que decía cuando iban a entrevistarle. Qué bien se lo pasaba ahí, con qué medida sorna contestaba. Hacía del personaje en que se había convertido un monstruo, en un perseguido, en un mártir, en un desgraciado, en un dios. Hay que empezar por ahí, por el hombre que se mira continuamente y mide el tamaño de su boca y la longitud de su desquicio. O es al revés. Ahí anduvo una parte más que considerable de su vida, en los frenopáticos, en habitaciones acolchadas. Adrede, sin pretensión de pisar la calle, convencido de que la medicación lo purga, lo instruye en las lides poéticas, extra de él la piedra maravillosa de la locura. Los poetas malditos tiene todavía ese pedigrí dulce de las cosas que no entendemos. Panero lo tiene todo para ser un gran maldito: familia culta y enfermiza, insurgencia, ínfulas de genio, pastillas, vodka, simbolismo, comunismo militante, Verlaine, talento. La poesía no se entiende a veces, pero la suya a veces no se entiende nada. Suena como un disparo en un sótano oscuro cuando se declama. La de los poetas malditos es una poesía que no precisa una formación lírica previa. Lees y te sientes súbitamente agredido. Están violentándote. No seré un poeta maldito del todo hasta que la palme. Eso sucedió en uno de los muchos manicomios en los que estuvo, en Las Palmas de Gran Canaria, en 2014. Lleva 8 años más maldito que nunca. Murió el fumador empedernido, el bebedor crítico de Coca-Cola, el apestado al que amaban más afuera, en París, que él adoraba, o en cualquier ateneo cultural en donde la poesía todavía tiene la vigencia que aquí, en este país de fracasados y mediocres (según Panero) nunca tuvo. Yo me atrevo a sentenciar: nunca tendrá.
Al hombre, que no al poeta, lo engulló hace tiempo el abismo. Parte de su obra, por no decir su obra entera, consistió en contarnos qué hay dentro de ese abismo. Ya no está el blasfemo, el alcohólico, el depravado, el loco. Un loco culto, hijo de una biblioteca familiar absolutamente maravillosa, bebedor de las grandes fuentes literarias. No sabe uno en qué cifrar esa locura, sobre qué criterio razonarla. Estuvo loco como poco: quizá llegó más lejos y le dio la vuelta al asunto y se encontró, de cuajo, con la cordura, que estaba ahí, pero haciendo falta el poema y el tabaco imposible y la cafeína en vena para que la adquiriese. La cordura se adquiere. Porque la vida nos enloquece. Al menos él lo sabía. No va a descansar en paz. No hubo un cristo en la tierra que le consolara, no tuvo a dios cerca, no creyó en los dogmas, se esmeró en faltarles al respeto de un modo profesional casi. El manicomio era el puto infierno, decía, pero la vida era peor. Mucho peor que cualquier otro castigo. Menos mal que era más inteligente que Nietzsche. Menos mal que cultivaba el espanto como una ciencia. Era un poeta amarrado a un desatino. Todos los buenos poetas, en el fondo, querrían tener a un loco dentro, pero las editoriales y la educación no les dejan. En la morgue en la que reposaba su madre no pudieron evitar que le practicara el boca a boca para resucitarla. Lo había leído en una novela de Stevenson. Sería "el espanto de estar vivo como un gusano". Ninguno de sus hermanos se afectó tanto. Ninguno vivió en la desgracia de la literatura y de la descomposición del orbe de las ideas, como Leopoldo sugería. Jaime Gil de Biedma le llamaba Blablapoldo. Era habitual que pasara de la verborrea a unos silencios angustiosos, habida cuenta de su cara de pocos amigos y sus gestos sospechosos. Cualquier día se le va la cabeza y se mata o mata a alguien, debían pensar. Pero Leopoldo se consolaba en los versos. Hizo decenas de libros. Tenía a su editora encantada con el niño prodigio, con el adulto prodigio, con el viejo prodigio. La sobrehumana capacidad de facturar cosas asombrosas no le abandonó nunca. El asombro, ya saben. Hacer lo que otros no podrían o lo que ni se les ocurriría siquiera: fundar Carnaby Street, pasear Madrid como un apestado con un cigarrillo en la boca y una bolsa llena de libros buscando a Dios en alguna barra de taberna. Al final no le envenenaron en público, delante de una congregación de asiduos o de casuales, en televisión o en una plaza de pueblo. La muerte le pilló solo, como a tantos. Con su paquete de tabaco en la mesita de noche y una botella a medio liquidar al pie de la cama. Leerlo hace pensar que tal vez fue feliz. La literatura hace eso con quien la acoge con ese apasionamiento: procura el bienestar anhelado, da las raciones justas de espanto y de gloria. Desbordante en todo, inasequible al desaliento, a pesar de la rigurosidad de la vida, incluso a pesar de la absurda e inquebrantable y obcecada ruindad de la vida, él seguía haciendo sus letras en cualquier sitio. Adoraba escribir en los bancos de los parques después de haber estado tumbado en ellos una noche larga de resaca.
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