21.2.22

52/365 Virginia Woolf

 



Antes de meterse unas cuantas piedras en los bolsillos de su abrigo y tirarse al río y antes de que ella y Leonard, su marido, ensayasen el suicido con gas en el garaje de casa,Virginia Woolf, una dama escocesa de aspecto enclenque, anoréxica una buena parte de su vida y profundamente sensible, se dedicó a escribir. Lo hizo con exquisita prudencia, a pesar de la locura que la poseía. Juntó unas palabras con otras, anticipo de las piedras; dejó que fluyeran en su cabeza, las transcribió con esmero infinito y procuró que toda la extrema sensibilidad de su alma se volcase en la página en blanco y luego trágicamente en el postrero río. Muchas páginas que arrebatar al blanco perfecto, mucho que decir. Quizá esa exigencia, la de la pureza, la de la belleza, la de la sensibilidad, fue la que determinó que una tarde de primavera conviniese que no había nada que la atara a la vida, ni siquiera un matrimonio feliz o una exitosa carrera literaria. 


Su refinamiento vital hizo de ella una mujer triste. La suya fue una tristeza creativa. Ojalá todas lo fuesen. En cierto modo escribió para ser honesta consigo misma. Es probable que todos los escritores deseen sincerarse, manifestar sin ambages ni retórica las pasiones que los ocupan, pero la escritora Woolf llegó esa convicción a la máxima expresión y entregó novelas difíciles (lo son, a mí me lo parecen) en las que expresaba el estrago de la enfermedad: era bipolar, era depresiva, era frágil. Nada hay tosco ni grosero en sus historia: todas avanzan con una limpieza moral impecable, aunque todas (unas con más encono que otras) se enreden en la parte menos amable de la existencia, en el dolor que produce vivir. 


No es fácil empezar a leer a Virginia Woolf y, al tiempo, una vez que se deja uno (leer es un acto de rendición), las historias fluyen como si no hubiese otro modo de contarlas. Lo mejor son sus personajes (la señora Ramsey, la señora Dalloway, trasuntos suyos) y la manera en que todas se conjuran para que exista una sola voz, una manera única de que la trama se extienda y concluya. Fue, además, sin pretenderlo, una precursora. No como Jane Austen, antecesora válida, sino más comercialmente, con mayor ímpetu. De ella, de Austen, Virginia Woolf opinaba que escribía para personas mayores y con voz de mujer o que no tenía sentimientos religiosos o aprecio por la cultura, expresada en libros de los que aprender. Ella, bien al contrario, amaba los libros, todo lo que pudiera informarle de un mundo más allá del suyo, un mundo incluso contrario. Virginia escribía para cualquiera y su espíritu era más hombruno, en el sentido de reclamar una posición viril, enfrentada a la tradición de la mujer, centrada en la casa, ocupada en sus labores domésticos, poco o nada instruida en los asuntos ejercidos por los varones; su literatura no se recluía en la feminidad, sino que partía de ella para contar conflictos universales, con independencia del sexo de quienes los padecían. 


No es sentimental, no es tierna, no se preocupa de que el amor triunfe, le importa escasamente que la desgracia campe a sus anchas y progrese a su antojo. Donde Jane Austen era romántica y poco prolija en la rendición de la belleza de la naturaleza, sin afecto visible por la vida que sucedía extramuros, por decirlo muy brusca y secamente, Virginia Woolf era dura, sensible (ya lo hemos dicho, sensible hasta no poder soportar tanta sensiblidad), emprendedora (montó una editorial con su marido, Leonard Woolf, y publicó a Freud en la encorsetada y severa sociedad británica de principios de siglo) y, sobre todo, consciente del don que poseía, el de la escritura, ese instrumento de indagación en la realidad, capaz de curar o de herir, pero vital, humana y vital.


Cuando veo en mi colegio la cara de Virginia Woolf, tomada como icono de mujer relevante, ejemplar en su trabajo de construcción de un mundo mejor, donde la identidad de lo femenino no precise postularse a diario, ejerciendo activamente su rol combativo, pienso en la cantidad de mujeres que no han logrado hacer ver su condición auténtica (la de la música, la de la literatura o la de cualquier otra disciplina de lo político, de lo social o de lo artístico ) por la falta de oportunidades, por la reclusión en su ámbito privado, por la ausencia a veces completa de justicia aplicada a su causa y al desempeño libre y feliz de su existencia como seres humanos. 


Qué dolor tan enorme habría sido ser Virginia Woolf, a pesar de las piedras en los bolsillos de su abrigo, habiendo sido censurada, confinada, convertida en cualquier otra cosa excepto en la que de verdad quiso ser, Pienso en lo duro que es la adquisición de esa igualdad social, en las trabas antiguas que todavía hay que echar abajo y en las modernas que reemplazan a las otras, en una inercia cruel, escenificada en todas esas mujeres contra las que sus parejas ejercen una violencia visible o tapada, dramática hasta decir basta, incomprensible a poco que se piense. No fue Virginia Woolf una mujer de su tiempo: fue de éste, al menos de los tiempos actuales, en los que empiezan a implementarse mecanismos que regulen la presencia de la mujer en la misma medida que existe sensiblemente la presencia del hombre. Veo a Virginia Woolf junto con otras mujeres de parecida reciedumbre reivindicativa (ahí está la propia Jane Austen, Frida Kahlo, Valentina Tereshkova, la Madre Teresa de Calcuta o Coco Chanel) y pienso en si hará falta llenar los pasillos de las escuelas durante muchos más años con dibujos de sus perfiles o con frases relevantes que dijeron. También en la usurpación que el papel del activismo social hace del oficio que ejercieron y por el que brillaron.


Habrá quien no lea a Virginia Woolf, a Jane Austen o cualquier otra autora sin separar ese matiz feminista, esa resolución que tomaron o que les obligaron a tomar en la que importaba mucho más abrirse camino como mujer (y así abrir camino a otras mujeres) que abrirse camino en el ámbito artístico, las más de las veces fue artístico, al que consagraron su vida. Suele uno informarse de la vida privada de los escritores e incorporarla a lo que le escriben. No es buena costumbre, no hace bien que la realidad emborrone la ficción. Habrá quien sólo lea entre líneas y no hurgue adentro, no sepa que Virginia Woolf fue una novelista fantástica, que escribía desde una voz interior, caótica a veces, una voz que reclamaba un lector cómplice, comprometido, capaz de sacar de Las olas (la primera que leí, la que me sigue gustando más) una historia que apenas se adivina, como si no tuviera entidad, pero que transcurre sin descanso en las seis voces (tres hombres, tres mujeres) que la protagonizan. También fue una mujer enferma, lírica y enferma. Le aquejaron mil dolores pequeños, todos terribles a su manera, a los que concedió la mayor de las atenciones. Convivió con ellos, padeció con ellos, murió (se quiso morir) con ellos. No puede uno evitar pensar el modo extraordinario en el que el padecimiento de un artista lo hace convertirse de manera efectiva y militante en artista. Que muchos de ellos no pueden (no pudieron, no podrán) soportar el peso de esa responsabilidad y el de muchas otras y deciden quitarse de en medio, dejar que la vida vaya por otro lado, no por el suyo. Vivir es una responsabilidad continua, una aventura laboriosa y complicada. Ojalá escribir o leer haga que la entendamos mejor.


La literatura de Virginia Woolf me ha producido siempre una sensación de cosa conocida, de imágenes que he visto y de las que dispongo cuando no tengo a mano el texto. Habla de mí cuando no soy yo del que cuentan algo. Soy yo todas las veces. Es un espejo la novela. Vemos cosas que no deberíamos ver, oímos diálogos que resultan comprometedores. Escribe como una mujer debe escribir, lo cual hace pensar que un hombre no podría ser Virginia Woolf y sentir lo que ella para que su escritura resplandezca, alcance ese grado de intimidad en la que la vida sucede con asombrosa cercanía, pero no hay género cuando se la lee, no existe esa obligación del sexo. Si ella se enfrentó a la rígida moralidad de su época (victoriana y provinciana, de hombres y de pecados) fue para que otras mujeres se abrieran paso. No tendrían una habitación propia para sentirse hospitalarias con ellas mismas o para que la literatura fluyese desconsideradamente, sin la brida de un mundo siempre difícil, más todavía para quien no está (eran otros tiempos) en ninguna previsión de autores, salvo que seas extremadamente buena o tengas un amigo (un esposo, el suyo, en este caso) que posea una editorial y, antes de que lo fuese, Julia Duckworth, su madre, miembro de una prestigiosa familia de editores. Todo fácil para ella, sí, pero tenía que demostrar el talento, debía escribir Las olas o La señora Dalloway o Fin de viaje o Una habitación propia. Así que el señor Woolf y la señora Woolf montan Hogarth Press, donde T. S. Eliot, en 1923, por cierto, publica La tierra baldía, que viene a ser el poema antológico, no hay otro. "Abril es el mes más cruel"...

1 comentario:

jacantvalen dijo...
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