Dicen de mí que era obediente y disciplinado, salvo que se me metiera entre ceja y ceja alguna travesura, cosa que no despertaba el entusiasmo ajeno y socavaba mi resuelta imagen de cándida bondad y agrado. Entonces adquiría el arrojo que otros difícilmente me atribuían, vista mi templanza y apreciada mesura, y acometía con heroicidad el desempeño de esa empresa. Cada tropelía que se me ocurría rivalizaba con la anterior en atrevimiento, a decir de mi abuela, que casi siempre las consentía, incluso jaleaba, entre divertida y escandalizada, envalentonado yo y preocupada ella. La adversidad era terreno favorable, aunque saliese de él magullado y, después en casa, duramente reprendido. No tener hermanos hizo que esmerara las distracciones y me inclinara a ocupar el tiempo con pequeñas incursiones en el maravilloso reino de la imaginación. que es un terreno más favorable aún que la adversidad y no daba tantos quebraderos de cabeza más tarde. Es ella el tesoro del pobre, el don del solitario. La imaginación era un privilegio doméstico, de poco ruido, que servía para casi todo. He ahí al niño con miedo a verse en el espejo y descubrir que no tiene a nadie más con quien emprender las aventuras previsibles, las de la mente ociosa que desea, más que ninguna otra cosa, jugar. Eso refieren los que todavía pueden contar algo de aquel tiempo del que yo no tengo propiedad alguna, por lo que confío sin chistar en el relato de esa vida mía tenida ahora en penumbra, sin asiento fiable ni recuerdo que prospere y no se pervierta ni difumine. Traen, si les pregunto o incluso sin entrar yo en que se explayen, episodios de esa época borrosa, si no invisible, en la que ansiaba, más que nada, tener con quien hablar, también quien me hablara. No sabe uno si al cabo de los años prosigue ese anhelo todavía: el de escuchar y de que se nos escuche y, arrimada a esa idea, cunde la de escribir y la de leer, que es una forma privada de hablar y de escuchar, de contar y de saber, que es el fin que lo cruza todo.
Fueron los años de salir los sábados a jugar a la Plaza Zaragoza y contar con hermosa avaricia las canicas o las estampas en el bolsillo o darle patadas locamente a un balón hasta hacer perder la tersura de las zapatillas de deporte. Contrariaba que lloviese, pero nos afincábamos en un portal y contábamos los planes para el sábado siguiente. Importaba jugar más que el juego elegido, que solía ser casi siempre reemplazado a última hora por alguno recién aprendido o improvisado para la ocasión. De ese tiempo tengo un borroso recuerdo, pero hay escenas que no han sido escamoteadas y perduran con una nitidez a la que no alcanzan acontecimientos que irrumpen después, quién sabe si con más entera efervescencia. Tiene uno de esos años la impresión de que no le pertenecen del todo: se difuminan, adquieren ese afantasmado carácter de cosa vivida y arrebatada, de cuerpo tocado y súbitamente suprimido de la realidad. Yo era John Wayne en 1970, sin saber quién era John Wayne. Era Peter Parker, era con todo seguridad alguien con la suficiente inocencia como para no pensar en otra cosa que no fuese salir los sábados a la Plaza Zaragoza y fundar el universo con un trompo y un par de amigos con los que fatigar las calles en busca de peligros. Del pasado (lo habré dicho alguna vez) tenemos siempre a mano un relato épico, fantástico, adornado de escaramuzas en la oscuridad. Se tiene la impresión de que durará para siempre esa festividad, aunque el ayer leve no cuaja como ansía uno y trae un mañana tangible. Qué habrá de mí ahora del yo de entonces, me pregunto.
Llega más tarde el tiempo en que no me consuelan las frívolas ocurrencias de antaño (escribí en un poema, que ahora aligero y alargo, según cuente acortar o extenderse) y, abrazada más de la mitad de la vida, pienso en cómo ocupar la que reste. Pensé que en nada fui mejor que en traer dos hijos al mundo. No creyendo en santos, no es eso cosa que me cause inquietud, tampoco tengo el ánimo de creer en pecadores. Trasiego de unos a otros sin mayor esfuerzo, sin quedarme en un lado ni en otro, como un convidado alegre. Hay certezas que me confortan: les doy casa, las abrazo y cuido. Al amor fui de pedirle mucho y no me negó nada, he de decir: tuve a la mujer que quise y ella, habría que preguntarle, me tuvo a mí. Mis padres me criaron como un niño feliz, eso les debo. Me educaron para que apreciara la parte buena de las cosas y conviniera lo innecesario de que observara las malas. Tengo buenos amigos con los que cuento siempre. No son muchos, pero tampoco se precisa que abunden. He distraído el camino con algunos pequeños vicios. Uno de ellos es escribir, no sé ahora si puedo atribuirle un tamaño menor, pero no cuenta eso ahora. Me cuento el mundo con lo que escribo, por ver si cuadro las cuentas y entiendo la trama. No lo he hecho aún, si me permiten la confidencia. No creo haberme aburrido nunca y no me visitó con frecuencia la tristeza. Leo poesía y la escribo a tientas y con más que discutible oficio. Creo, como mi amado Borges, Dios me perdone el atrevimiento, que habré dejado algún verso perdurable. Le cuento a mi mujer que debo descuidarme menos, pero me conoce y hace bien en no creerme. Sabe que hay cosas en las que no soy de fiar. Trasnocho cuando puedo entre novelas de intriga y cine negro de la RKO. Escucho jazz de los cincuenta y blues del delta. No observo dieta, aunque debiera, y, en ocasiones, no caigo en tomarme las pastillas, que el buen doctor me recetó cuando me vio por dentro. Va uno así pisando la dudosa luz del día, como dijo el poeta. Están los días con su fuego a la vista. La noche con su misterio dentro. Declaro mi amor completo por las palabras. Las que decimos, las que no. Por eso escribo cada noche antes de conciliar el bendito sueño. Por dejar registro de algo o para que no me invadan el corazón las algas. Escribo por si esta noche decido no volver a hacerlo nunca. Escribo para que me amen. Al final, todo queda en eso, en ese acto íntimo de amor. A lo que hemos venido a este mundo es a amar y a que nos amen. No hay más que contar. No se me ocurre nada. Ni este selfie contará para que algo se aclare.
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