25.2.22

56/365 G.K. Chesterton

 




Aristóteles, en su poética, dejó escrito que el principio de la Filosofía es la admiración. No es cosa de contradecir o enmendar la exposición del griego, pero yo añadiría que esa admiración es la que debe estar presente en nuestra existencia, en el decurso de una vida, en el trasiego de las horas, en fin, no hay que extenderse más. Se admira uno de la eclosión de la luz y de la limpia clausura de la sombra, del azul ocupando la bóveda del cielo o de la providencia de las palabras, que nos facultan para vislumbrar lo oscuro y nos hacen pacientes y minuciosos escudriñadores de la realidad. De toda la literatura posible, la de nuestra lengua y la vertida en otra,  a veces pienso que la inglesa es, en peso y en trascendencia, una debilidad mía que se acrecienta con el tiempo y me predispone a mirar todo lo británico con ojos bondadosos, con esa admiración de la que hablaba Aristóteles en su poética, con gratitud también. Porque hay que ser agradecidos a los que escribieron para que uno, las más de las veces de noche, cuando todo se apacienta y no hay ruidos ni distracciones, abra un libro y viaje en el tiempo y en la geografía y de pronto esté con el Padre Brown en una calle de Bradford, Yorkshire, que es donde G.K. Chesterton quiso hacer que anduviera, igual que Cervantes puso a su Alonso Quijano en la Mancha o García Márquez eligió Macondo (Cien años de soledad, La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, que recuerde ahora)  y allí hizo de demiurgo de sus criaturas y las dejó campar a sus anchas. Se me ocurre esto porque a mi buen Chesterton le debo una porción de toda posible felicidad que la mecánica de las palabras, al crear literatura, me arrima. Soy de Chesterton con absoluta conciencia de lo que significa declararse voraz lector suyo. No habría llegado a su obra de no haber intermediado mi buen Borges, que es, en materia de libros, un padre. 


Con Chesterton tiene uno lo que en clases de Filosofía (volvemos a ella, nunca acaba de irse, ni falta que hace) llamaban la duda apofántica, ese discurso del que no se extrae si es válido o no, si exhibe una verdad cartesiana o, caso contrario, puede refutarse sin discusión, acudiendo a la lógica más pedestre. Algunas líneas suyas valen por libros enteros de otros. Esa declaración puede aplicarse a Montaigne o a Canetti, apofánticos también, capaces de extenderse en un asunto baladí hasta alcanzar que exprese una idea trascendente, una aventura del pensamiento noble y perdurable, de la que cada uno adquiere a su antojo y alcance la suya, aunque no coincidan y hasta diverjan y logren un encontrado y festivo lugar de lícita liza. Porque Chesterton no sólo fue el literato que pergeñó historias de ficción (la ficción es una necesidad; la literatura, un lujo, eso dijo) sino que escribió incansablemente ensayos que no han dejado de tener actualidad, aunque fuesen escritos hace poco menos de un siglo. Amaba a Grecia, por lo que su discurrir tenía una honda preocupación didáctica, de filosofía llana con la que llenarlo todo. Más periodista que novelista, fue coherente hasta en los signos de puntuación, si se me permite: su prosa es de una claridad que anonada. Incluso se entrevé esa claridad cuando se entusiasma y cae en el defecto de alargarse en demasía y ofrecer, entre los pétalos de la flor más delicada, hierba impura, pequeños y casi siempre perdonables tropiezos con el mismo lenguaje, del que no era un estilista: su empresa era contar, daba más privilegios a la idea que al modo en que debía ofrecerse, con el peligro que tiene descuidar una cosa por aupar la otra, pero Chesterton salía airoso, encontraba ese punto de clarividencia tan asombrosa que, releídos párrafos suyos, no cree uno que eso pudiera haber sido rendido de ninguna otra manera. Es una literatura de la verdad, de consagrar todo el bagaje de experiencias al orgullo de la verdad. El hombre que retrata Chesterton es un héroe de la proclamación pública de esa verdad incuestionable. La literatura inglesa es una especie de deliberada construcción del alma humana de la que Gilbert Keith bebió en sus lecturas de Shakespeare o de Dickens, de Donne o de Stevenson. El campo de trabajo en el que actuaba era la completa geografía de ese alma ancestral, no la restrictiva y moralista de su tiempo, victoriano, provinciano, encorsetado, libre. Mi instinto, escribió, es el de la justicia, el de la libertad, el de la igualdad y mi empresa es defender esos altos edificios de lo humano con un empeño fiero, que no decaiga ni se ciegue por las veleidosas convenciones de la moda, que es un invento para que todo cambie, sin que cambie mucho nada. De ahí que inventara al Padre Brown: un poco por separarse del entronizado Sherlock Holmes y otro poco, no menos importante, por encarnar un arquetipo católico, exento de las trabas de los vicios que conocemos del inquilino de la calle Baker. Brown, ese cura metido en detective, hecho a separar la maravilla del raciocinio del esplendor de los milagros. 


A mí me encanta eso que dice Felipe Benítez Reyes: "A Chesterton habría que leerlo siempre con un lápiz en la mano para subrayar fulguraciones y deslumbramientos". Gilbert Keith Chesterton es, ante todo, un caudal de palabras, un escritor torrencial, una fuerza de la naturaleza (corporal y espiritualmente) de la que caben esperar tormentas y arcoíris. La razón es artículo de fe, sentención. Pues G.K.C. (abreviaré ahora) era un creyente abrumadoramente consciente de su ambas. Razón y fe le asistieron de un modo tan inquebrantable que toda su obra es una emanación de esas dos palabras: se confabulan para que ninguna triunfe del todo, las dos avanzan a tientas, un poco a ciegas a veces, hasta que se instaura el imperio de la sabiduría o el de la verdad. Lo del lápiz en la mano es recomendable siempre. Hay que estropear los libros, no dejar que parezcan desasidos de afecto, como si nadie hubiera reparado en ellos y siguieran con su cuerpo perfecto de cosa no tocada. Chesterton es de esos autores que invitan a releer, a llevar en el bolsillo del abrigo uno de sus libros y abrirlos casi por cualquier hoja y tener la seguridad de que podremos avanzar en la lectura. Como si supiéramos qué pasó antes y no hubiese costado apenas trabajo hilar la trama de ese ensayo. Lo que hace G.K.C. es susurrarnos una manera de ver el mundo. Parece que lo hace a gritos, pero es un susurro, una invitación a pensar, otra a creer. 

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