14.6.23

Tom Waits conduce un Cadillac Eldorado del 76 hacia lo absoluto y oye la voz de Leónidas Brezhnev



 





 Hay una hora desabrida en el día en la que todo se hace de un cuesta arriba dolorosísimo. Hasta las nubes en el alto cielo sucumben a nuestra pesadumbre y exhiben un gris desmayado. Luego comienza invariablemente el festejo de la rutina (con su afición a los principios meramente mecánicos) y se atisba una fortaleza en el ánimo. Hasta en ocasiones no se precisa nada relevante que ice el día y él sólo construye un palacio al que nos invita. Va uno aplazando así anhelos y triunfos del alma sensible e incluso la rutina entraña un esplendor tibio al principio, que más tarde cobra destellos de pura alegría. El tiempo se desmadeja con su mansa elocuencia, nos hace a veces cómplices; otras, creador de nuestra propia felicidad. Hoy es uno de esos días sin tacha ni roto: veré a mis amigos, los abrazaré uno a uno, cantaremos canciones de Woody Guthrie en una cochera de algún amigo muerto, dijo Tom Waits mientras miraba el azul roto del Cadillac. Lo acabó comprando cuando sacó Closing time. Era de segundo mano y en la guantera no había ninguna pistola. Había leído que en los coches de segunda mano puedes encontrar biblias y anillos de compromiso, pero no dar con el arma le pareció un augurio de que su vida iría por el camino recto. De haberla encontrado, la habría dejado allí. Nunca se sabe. No pensaba conducirlo hasta que librara su batalla con los demonios. Un demonio es un ángel que ha errado el camino. Todos los demonios tienen alguien a quien vigilan por si un descuido les franquea el acceso a su alma. Un alma es un desperfecto del cuerpo, una anomalía. La de Tom Waits está lacerada por mil dolores pequeños, pero es el cuerpo el que padece. El cuerpo es un estorbo. Si pudiera prescindir del cuerpo, dice Tom Waits, escucharía todos los sonidos del universo. Uno a uno. Todos a la vez. Como un palimpsesto cuántico. Pero el cuerpo es una pieza ineludible, por desgracia. El Plymouth pesa más de dos mil kilos. A Tom Waits le encantaba pensar que en un coche como el suyo Leónidas Brezhnev había bebido vodka mientras Richard Nixon apuraba botellitas de zumo de tomate y le ponía al día sobre la nueva vigilia nuclear. El secretario general del PCUS amaba los coches del enemigo. Su favorito era el Lincoln Continental. Nixon le regaló tres modelos de Cadillac entre 1972 y 1974, uno por cada visita que le hizo. Las dachas se pasean mejor en descapotables de lujo. Tom Waits nunca ha viajado a Rusia. Un Cadillac Eldorado no puede ser conducido sin que intervengan las manos y los pies. Una botella es la constatación de que el cuerpo tiene intendencia en el alma. Así que Tom Waits conduce el Cadillac hacia lo absoluto. El cielo de la boca huele a vodka de 1972. Ve a Leónidas hablándole entre las nubes. Es el tipo con las cejas imponentes. No hace entender ruso: le está diciendo que pise el acelerador y cierre los ojos. No tengas miedo, el miedo es una distracción de Dios. Le dice todo eso una vez, dos veces. No tengas miedo, el miedo es una distracción de Dios. A medida que Tom Waits acelera, comprende. Una vez alcanzada la comprensión, las palabras desaparecen. Todo es claridad y sobrecogimiento. La velocidad es un oráculo. Se ha llegado a la verdad. 


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