Piensa uno en cómo ha ido el día, en si ha tenido algo por lo que recordarlo o no ha habido asunto de enjundia ni de alborozo, Piensa en instantes, en lugares, en las conversaciones, en los gestos; piensa en lo que hizo que sonriéramos o que nos achantáramos, en lo hermoso, en lo feo, y es a veces la fealdad la que triunfa, y lo hace de un modo grosero, acallando a la belleza, sometiéndola. Y el bien también se cohíbe en cuanto el mal aparece. Es el mal el ídolo de las mitologías. Las religiones, tan épicas ellas, tan enfebrecidas de metáforas, acuden al concurso del mal para justificar sus discursos. El diablo es el que se construye la narrativa del bien. A Dios, al buen Dios, el fabulado, el creído, el hacedor, el indispensable y el ausente, se le entiende por la cercanía misma del Diablo. Todo a lo que nos acercamos, movidos por ese afán de traducirlo todo a la luz o a las sombras, termina sacudido por esta idea, zarandeado a veces. Por eso el día ha sido bueno o ha sido malo, sin que se pueda introducir en la ecuación un término intermedio, una especie de incógnita voluble, algo a lo que agarrarse cuando acabe la jornada y piensa uno en cómo fue, en si estuvo Dios de nuestra parte, si es que está en alguna, o fue el diablo quien lo manejó todo a nuestra dolorosa contra. No valen, no se registran los términos medios, esa rutina maravillosa que a mi amigo Rafa Padillo le parece una bendición del mismísimo cielo. Tal vez por eso la fe enciende el pecho y agita de gozo puro el corazón, por espantar la rutina, por sugerir una ampliación de contrato, por desbocar los caballos de la muerte y permitir que troten por las nubes.
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