En su acepción vernácula, un apóstol es un enviado, un mensajero, alguien al que se le encarga emitir un mensaje. No entra que se aplique a otra cosa que no sea la prédica que se le ha encomendado o que se ha arrogado voluntariamente, sin que se le reclute. Tiene el vocablo un poso religioso que podría no convenir siempre. Hay apóstoles incrédulos, sean laicos, agnóstico o ateos. Se puede revelar un propósito digno y elevado que carezca de cualquier consideración espiritual, pero es precisamente ese espíritu el que está en liza en este negociado de favores o de servicios. También la palabra alma, que adoro, posee su cárcel de fe, como si no pudiera existir sin los oropeles de una creencia o de una catequesis. La vocación apostólica tiene disciplinas bastardas. Yo mismo me considero apóstol del jazz o de la poesía o del aforismo. Hago esa misión con afán evangelizador. Entrego las virtudes, no cristianas en este caso, quién sabe si también lo serán, a entero beneficio de mi espíritu y, si eso fuera posible, al de quien consienta que se le sugiera la conveniencia de la doctrina. Si se tiene una llamada interior para pregonar las bondades de nuestros amores y afectos no hay que hacer menoscabo de cualquier manifestación que contribuya a democratizar ese afán privado que nos complace tanto. Ayer mismo recomendé a un amigo que leyera a John Connolly, un escritor de novela negra o de misterio, un poco sobrenatural a veces, pulcramente escrita y pletórica de interés narrativo. Ok, me dijo. Y me sentí súbitamente feliz por ejercer esa modestísima misión en el mundo. Hay que traer alguna, dar con ella para dar con uno mismo.
11.6.23
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