Debería haber verdades que no se emperren en perpetuarse y se conviden de caprichos hasta que se contradigan y despiecen. Una verdad irreprochable da poco juego verbal a quien la sostiene, no lo fuerza a que invente, ni siquiera le tienta a que piense en ella y descubra algún sector averiado, una zona en tiniebla, un trozo de pronto permeable, por el que se entrevé un roto o un desperfecto. Se les da predicamento a las verdades que no admiten discusión: hoy es martes, el cielo es azul, el agua alivia la sed. Las herramientas para rebatirlas son irrelevantes, no conducen a nada, hasta son risibles, cuando no ridículas, pero hay un placer extraordinario en subvertir el día de la semana en que se está, el azul del cielo o la incontrovertible experiencia de que la sed la borra el agua. Una verdad que no se puede refutar es un páramo yerto. Siempre quedará alguna a la que le neguemos la posibilidad de que se escabulla: te amo, quiero ser feliz, cuento con mis amigos. Pero basta indagar en su contenido para considerar que podemos impugnar su discurso sabido, al que apenas damos aprecio, al que podríamos introducir alguna variable lúdica para que se reafirme y puje con más consistencia en nuestras creencias.
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