La pereza es una bruma confortable. Uno se declara un poco Bartleby y cancela toda posibilidad de abordar una empresa. Lo expresa con el mayor tacto posible, pero prefiere no hacer nada, no involucrarse en nada, no sentir que los demás esperan algo de uno mismo y aplicar el esmero esperable. Se dedica a asuntos mínimos, de escasa o nula nombradía, de los que afectan a todo el mundo y de los que nadie habla con el orgullo y la afectación que se aplica a los asuntos de más calado. El verano no entiende de calados. Tampoco de honduras. En la superficie, al ras de las cosas, se vive bien. El verano es horizontalidad, discurso superficial, recado vago. Ha habido tiempo y habrá para la prospección habitual. Quisiera uno pasar desapercibido. Quizá no desapercibido del todo, pero retirado de la rutina, a salvo del vértigo y de la fiebre con la que se manejan los días en ocasiones, conmovido por la pereza, obligado a contarle los secretos, afincado en su territorio pequeño, de susurros, de palabras que apenas se izan en el aire, caen y pierden una parte de lo que desean revelar. El verano, el que ya tengo aquí, rondando la ventana, quemando la acera, matrimonia bien con la pereza. O al revés. En esa querencia de cosas que ensamblan bien, yo escribo. No me sale nada que me exija mucho. Nada que me ocupe mucho. Está el texto, un poco traído sin gana, como comido también de pereza. Tal vez debiera haberlo aligerado, detraída la suma de lo accesorio, podada la parte magra, hecho sucinta expresión de algo que, bien contado, no tendría ni que ser contado siquiera.
2.6.23
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