Anoche escuché en la radio un programa que hablaba sobre diferentes hypes. Me perturbó el término, que conocía sin verdadera propiedad. Hype es acuñación de reciente curso referida a las expectativas generadas artificialmente para promocionar algo o a alguien en las que se sobredimensionan sus cualidades. Amplificadas, cuando se le ajustan los excesos adecuados, hype adquiere un peso extraño, como de hipido o voz entrecortada. Procede del vocablo inglés "hyperbole", que se restituye casi sin alterar en español. A la hipérbole se le ha dado un aprecio variable e interesado. Se ha preferido siempre ponderar lo sobrio, dar a la moderación o a la mera corrección mayor predicamento. Lo ampuloso, lo grandilocuente, lo rimbombante son registros de una inverosimilitud. Hasta el mismo lenguaje recurre a palabras largas que se pronuncian con cierta precaución para que no se despeñen en la fonética y malogren la intención que secundan. Una que me fascina es ditirambo, esa composición poética inflada de encomios arrebatados, laudatoria, enaltecedora. Se relaciona con el nacimiento del teatro y en estos tiempos de invasiones bárbaras padece el advenimiento de cierto olvido léxico. Aristóteles hace nacer a la tragedia del mismo ditirambo, por ese coro de cincuenta hombres o también niños, que invocaban con su lira (de ahí la lírica) la presencia de las divinidades. No hemos cambiado mucho. El teatro sigue siendo, por fortuna, un diálogo del hombre con los sueños del hombre. La modernidad suele recusar las palabras que huelen a antiguo y las reemplaza por olores nuevos. Todo es cosa de la sensibilidad fonética, ella gestiona la administración del léxico.
Una vez que un hype alcanza cierta cota de relevancia no hay vuelta atrás. Un hype, una vez viral, es un big bang, una epifanía. Guardo en mi disco duro (en mi cabeza, en algún sector de mi cabeza) algunos hypes que me han desvelado. Y yo ajeno o distraído. Noches enteras considerando la posibilidad de dedicarme enteramente a ellos o renunciar a su influjo y seguir practicando la vida rutinaria que solía. Un hype, si se trabaja bien, puede ocupar un sector virgen de tu cabeza. La mía, talludita ya, hecha a ir y a volver y a disfrutar del trayecto de ida y del de vuelta, necesita un reboot. Manejo estas palabras de poco asiento clásico porque no tengo otras más a mano o por mera distracción semántica. Esta noche he soñado que un hype se asentaba en lo real, mezclándose en mis conversaciones de taberna (hace un rato que vengo de una bien abastecido de viandas y licores) y adquiriendo el rango de verosimilitud con el que ya soy capaz de entablar un diálogo de tú a tú. Es como si la iniciativa Dharma, la de Abrams en Perdidos, se apostara enfrente de casa y a diario viese cómo se mueve la calle. Quien haya visto la serie sabe de qué hablo. Si la ficción se acuartela en la realidad estás en manos del caos. Ya he hablado del caos, pero nunca se habla lo suficiente. Estoy por abandonar el estado armonioso en el que me encuentro y librar la batalla definitiva con el reverso de la fuerza. El lado oscuro me llama. De verdad que hay días en los que uno no sabe a qué aferrarse. Lo peor, no lo malo, lo peor, es que un hype se te cruce por el camino, te mire a la cara, te mire fijamente encima, y discurras con él, lo integres en tus emociones y te pongas a almorzar pensando que en la siesta vas a flipar con todos los spoilers que te cuenten. Debería haber un mecanismo que prohíba que los spoilers invadan tu sueño. Luego buscaré una aplicación que maneje estas reflexiones y las tenga bien integradas en su cadena de ceros y de unos. La AI tendrá algo que decir, pero todavía no la he incorporado a mis dispositivos.
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