Por fortuna, nacen más palabras de las que mueren. Así se expande el idioma y se dispone de más instrumentos para explicar la realidad, pero no están las suficientes. No las hay para nombrar estados del alma muy sutiles o primores de la naturaleza a la que todavía no se le ha incorporado un significante, algo tangible a lo que acudir cuando sea aludido. Quizá no acabemos de entender el mundo ni a nosotros mismos por no tener todas las palabras. Es probable que nos pronunciemos más cuando eludimos elegir unas palabras y montarlas en unas frases y confiemos en el silencio o en un gesto. A mí se me ocurren cosas que no sé decir. Las formulo en mi cabeza y acabo por declinarlas. No me satisface la elección. Pienso en si habría otra que más enteramente cuadre, si convendría callar en vez de expresarme a sabiendas de que no me he esmerado lo bastante. Pero por otra parte, en ese hilo interrumpido de las palabras, todo puede dicho con mayor propiedad y diligencia, siempre puede uno rebajar la exigencia y decir sin más, decir sin escoger a fondo, no esperar que nuestra apatía privada sea percibida y se nos evidencie. Se habla adrede, se airea lo pensado, se cancela el pudor. Hace unos días, en una conversación casual, en un café de un gran centro comercial, escuché a alguien usar la palabra “fútil". Pronunciada incluso con su pompa fonética, la acentuación llana bien marcada, no pude por menos que prestar prudente atención. A salvo de delatarme, en la distancia, apunté “fútil” en las notas del móvil. Se acabará perdiendo. Engrosará la lista de palabras heridas, si no ya moribundas. Quedará para ser leída, no dicha. Lo hablado es lo que antes nace o muere. Se escribe con otro ritmo. Que recuerde, no he escrito nunca “fútil” hasta hoy. Tampoco la he dicho. No sé qué vocablo habré usado en su lugar. Carecerá de importancia. Todo muy fútil, ahora que lo pienso.
29.6.23
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