1.7.23

Los dioses ciegos


I
Antes de la luz no fueron las tinieblas. En realidad no hubo nada que el poeta registre. Nada que después los predicadores aireen en los púlpitos, cuando loan  las gestas de sus dioses y los hacen volar, como fantasmas, por el templo. Antes de que nos contaran que se hizo la luz, mucho antes, solo podemos pensar que existió la nada. Una nada rutilante, pero esquiva, de poco afecto por las consideraciones narrativas. Todo lo humano procede de esa nada primera. De ella se extraen las metáforas de los juegos florales, los gritos de la guerra, el goce de los amantes, las palabras del profeta, la fragancia de los jardines, el peso infame de los muertos. Toda la felicidad y toda la tristeza. El bien entero y el mal completo. La melancolía. La fugacidad. Los vientos. La locura. La lluvia. El invierno. La esperanza. Es a la nada a la que se debería rendir los homenajes del espíritu. Es ella la festejable. Todas las catedrales del mundo son, en realidad, celebraciones de esa nada fundacional, que no es exactamente un vacío, sino la esencia absoluta de lo que no es, de cuanto no ofrece ninguna evidencia de que pueda ser o de que anhele ser. Luego debió producirse el espasmo, la chispa primera, ese instante insensato del que procedemos. Una vez que la nada dejó de ocupar toda la extensión del espacio y toda la dimensión del tiempo, se irguieron los árboles y el agua ocupó el cielo y la tierra. Los primeros hombres vieron los prodigios y censaron el escrutinio asombroso de las piedras y de las nubes, de las tormentas y de la lluvia. Miraron al sol y lo veneraron. Miraron a la luna y la temieron. El milagro más grande era la eclosión de la luz y la amenaza de las sombras. 

II
De los tres ninguno sabía qué era una sombra. La niña supo de la luz en un sueño y le sangraron los ojos al despertar. El hombre le contaba lo que su padre confió a su endeble asombro.  El gigante cuidaba de que nadie malograra esa tiniebla sin tiempo. En cierta ocasión, por la tenacidad del azar, los ojos rindieron su maquinaria antigua y clausuraron la comisión del azul y del rojo. Anduvieron a tientas, palparon los árboles y la fronda del bosque, se lastimaron los pies por la imprecisión de la tierra y cayeron como fardos o como fantasmas. Un niño alertó del milagro de las tres criaturas yacentes en vano y su fantasía fue reprendida. Como jurar no era un verbo en curso, el niño se esmeró en describir su hallazgo. Eran tres, uno era un gigante, no tenían ojos. Volvió  al claro del bosque donde se produjo la revelación. Un día no regresó. Ya somos cuatro, ya somos miles, ya somos un ejército. 

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