Lucrecio Tadeo de Roncesvalles escribe un diario que se abre y cuenta los secretos, racimo generoso de uvas o la boca carnosa de la muchacha carmesí con la que hizo juegos en la infancia y de la que nunca nunca jamás supo, la muchacha del pan de los buenos días en la casa de campo que papá alquilaba todos los veranos. Lucrecio en ratos libres lee a Leopardi, lee a Cavafis, lee a Rimbaud, lee toda la carne ardiente de la belleza endecasílaba. Por si el estro lo baña en una luz dorada y todo su cuerpo vibra al compás secreto del cosmos. Como si el aire lo acunara y la sangre bullera en su cauce apartado como una brújula loca. Como un secreto sin brida. Lucrecio, la muchacha de mil novecientos ochenta y cinco a la que besaste en un bar y de la que todavía recuerdas la turgencia de los pechos en tus manos nuevas, el estrago en la blusa de los pezones, la boca rompiéndose en tu boca, el olor a tabaco en el paladar como una bendición, ya no está. Se fue. Son amores de un verano, Lucrecio Tadeo. Mejor apunta en tu diario los versos más esplendorosos, la rima mayestática, los vértigos de los verbos, los nombres más íntimos de las cosas. Ella tuvo un novio que la dejó a los quince, pero ahora tiene un novio a los cincuenta que la espera en un coche de segunda mano, de tercera mala mano, para besarse después con melodías de Kiss FM. Ella en el beso recordará pasajes de Balzac y de Tólstoi, todos los pasajes líricos de la novela decimonónica, pero el novio sólo aspira a entretener la noche y aplaudirle la boca con su lengua. El amor es un desvarío. No se le puede mirar de frente. Se hace el encontradizo, pero luego huye. Se le ve alejarse. Como un perro. Como una sombra arrepentida de su oficio. Lo supo Ana Karenina antes de morder el hierro, lo supo Madame Bovary antes de desquiciar su estómago, lo supieron todas las heroínas de la decadente opulencia de los palacios con alfombras y cortinas historiadas, lo dejo a riesgo de que se me olvide, la memoria es la que escribe, no yo, pero Lucrecio fatiga los cafés de Viena buscando a su muchacha de mil novecientos ochenta y cinco, viaja a Brighton por si da con ella en una calle de un barrio de la periferia obrera, pasea las avenidas de París en la idea de que la encontraré mirando un escaparate o comprando manzanas. Tiene Lucrecio Tadeo la mirada perdida, anda como afantasmado, pero no hay cara que no compare con la de su amor, no hay sonrisa que no iguale con la suya. Lucrecio, es hora de que abandones. Has padecido muchos años. Al final, todos los besos que nos dan son párrafos largos de una novela amorosa. No hay ninguno que no se pueda leer. Los besos, los castos de madre y los de la lujuria pura, pueden buscarse en las novelas. Habrá una en la que todo sean besos. La abres por cualquier página y encuentras un beso. La línea última, un beso. Lee a Corín Tellado, Lucrecio Tadeo. Ella te hará sentir de nuevo el olor de sus pechos en tus manos.
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