8.8.22

220/365 Elías Canetti

 







Contra la muerte se puede escribir el libro más hermoso. Canetti hizo uno que no llegó a acabar nunca. Era así, debió ser así. Un libro que zanjase la locura de saber que cesamos. Lo escribiría con fervor novicio, lo puliría a salvo de la misma muerte, que cancelaría su primer afán, el volcado con más arrebatador fulgor. La vio en derredor con infame frecuencia. La de sus padres, la surgida por el loco avatar de la guerra, la leída y la más tarde inabarcable en su cabeza, royendo cualquier brizna de luz, aplicando sus dientes lentos y ciegos. Como una hormiga implacable. Como un veneno invisible. Se muere con demasiada facilidad. Morir debería ser mucho más difícil. Se expresaba con esa limpia inocencia, con ingenua voz de niño. Se imaginaba como el tigre “con su ininterrumpido ir y venir ante los barrotes de su jaula para que no se le escape el único y brevísimo instante de la salvación". Sostenía que la labor a la que debía encomendar toda su actividad intelectual era combatir a la muerte. Era una empresa baldía en la que estaría solo. No había pensador que hubiera pisado por donde él lo hacía. Ninguno pretendió derrotarla. Al constatar la imposibilidad de su proyecto, Canetti no claudicó, pero se abatió. No había lugar desde el que empezar, tampoco podía echar mano a la facultad que le arrogara la virtud de poder escribir "todo, absolutamente todo, sobre todo", anotaba en 1980. El enemigo de la muerte (tal era el título del libro no concluso, del que se tienen fragmentos) cosecharía la burla de todos los filósofos. Cualquiera de ellos haría mofa de esa voluntad absoluta de escribir sobre lo absoluto. Es mejor que nada hacer lo que se propuso que desistir o no tener la ocurrencia de esa beligerancia en el mundo de las ideas, no podría ser en otro. Observó a la muerte y no se inclinó ante ella; la nombró, la odió, la rechazó... tan solo eso, cuenta en El corazón secreto del reloj. 


Hoy volví a ver en una librería de segunda mano volví a ver la cara de sabio a lo Einstein de Canetti y recordé sus aforismos, su escritura corta, más que la producción de aliento largo y gozoso (Masa y poder, que leí con fascinación hace muchos años). Pensé en El suplicio de las moscas, libro con el que lo conocí. Hizo algo en mí ese libro que más tarde no me ha abandonado: escribir conforme acuden las ideas. Pueden ser imágenes que mueven palabras o palabras que traen otras y se crean imágenes. Es laberíntica la semilla de lo que se dice o de lo que se escribe, todo por si la inspiración, que o no llega o te pilla sin nada con que registrar su susurro divino. Canetti escuchaba con pulcro oficio. De esa atención a los primores y a los embates de la vida nació una literatura portentosa. La comencé en años mozos con El suplicio de las moscas y me afilié a ella con Masa y poder, un impresionante volumen al que vuelvo de vez en cuando. A Dios se le trabó la lengua al crear al hombre, escribió. Fue, en sus palabras, "un moribundo que se despide de sus dioses". Todos lo somos. Toda la vida oscila entre la ignorancia sobre lo que somos y el anhelo de querer saber. En una libretita escribí una vez uno de esos aforismos suyos, que eran la parte en la que el humor irradiaba su bendito coro de sonrisas: "En otoño el sol se agradece a sí mismo". Me imagino una charla imposible entre Ramón Gómez de la Serna y Elías Canetti. Habría partes en las que se entenderían de maravilla. Las otras, las que Canetti padeció, sus raíces sefardíes, su alemán inquebrantable, su inglés aprendido y su voracidad geográfica, abrirían mucho los ojos de Don Ramón. El escritor búlgaro trabaría con el madrileño inacabables conversaciones sobre el poder imbatible de las palabras, de cómo se las componen para que al final todo pueda ser contado y lo contado sobreviva y haga que el futuro sea un lugar mejor. 

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