9.8.22

221/365 Gustave Doré






Es posible que El paraíso perdido de Milton, la Biblia, la Divina Comedia de Dante, El Quijote de Cervantes, los cuentos de Poe o de Perrault o los dramas de Shakespeare no hubieran perdurado en el imaginario popular sin la sensibilidad y el talento de Gustavo Doré al ilustrarlos. Su maestría no desmerecía la enjundia de los textos. Es el mayor ilustrador de la historia de la literatura, sin que pueda ponerse a discurrir la injerencia de otro que se le acerque. La literatura  es un arte que no precisa de imágenes, pero la enriquecen y, en tiempos en los que la pintura era un entretenimiento de masas, creaba a su vera un todo singular, en el que el lector pensaba en Don Alonso Quijano o el cuervo de Poe con la expresión, la plasticidad y la transfiguración pictórica  que este genio urdiera en su visionario cabeza. La memoria colectiva, que es un constructo verosímil para entender el arte y la inteligencia en la cultura de masas, le debe un imaginario fiable de personajes mitológicos. Su amor por la iconografía medieval se advierte en todas sus obras. Hay en ellas un afán por crear un espacio caótico, ensombrecido, confiado a la elocuencia del gris como paleta primordial. Hizo más de diez mil ilustraciones y vivió con opulencia por su trabajo. Era requerido por doquier, aunque algunas de las libertades que se tomaba al ilustrar la Biblia despertaran el rechazo de muchas sensibilidades, que lo tachaban de pagano y lujuriosamente atrevido. Para grabar El Quijote viajó a La Mancha para adherirse del “perfume local” y era conocida su voracidad lectora. Quería leer toda la Gran Literatura, quería “ilustrarlo todo”. Su influencia en las artes plásticas es incuestionable. De Doré dijo el maravilloso creador de efectos especiales Ray Harryhausen que hubiese sido un espléndido director de fotografía: “Veía las cosas desde el punto de vista de una cámara”. Emily Zola dijo que tenía la virtud de reescribir los textos con los que trabajaba. No hay bibliófilo que no lo tenga en un altar, ni pinacoteca que no querría exponer su impresionante (por extensa, por sublime) obra. Si Cervantes lo hubiera conocido no le habría incomodado que su novela llevase en portada su nombre junto al suyo. Dibujaba febrilmente, arrasado por su querencia al romanticismo o al barroco. aunque todo Doré es romántico: prende la fantasía, cunde el amor a la subjetiva eclosión de un yo sublimado por la emoción. Eso es Doré: imaginario puro del fantástico medieval, irrupción de un mundo épico. Lo terrenal se encapricha de lo etéreo, lo religioso se convida de paganismo. Donde otros ilustradores son previsibles, Doré acoge la sorpresa como herramienta de su trabajo. Pintó las sucias calles del Londres victoriano, laberínticas y afantasmadas; se recreó en la España exótica, buscando siempre un cierto drama histórico. Doré entronca con el mesianismo de William Blake, que será más terrorífico, impulsado por un estado de ánimo más lúgubre. Pocos pintores han sabido comprender el tormento de sus personajes como Doré. Yo adoro la caída de Satán a la Tierra, una vez que fue expulsado del paraíso celestial. A veces da miedo su pulcritud, ese desafiante anhelo de verosimilitud, aunque todo esté comido de la fiebre de la metáfora, investido por la rara (y bendita) promiscuidad de lo imaginación. 


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