Tal vez nació con la marca de la fatalidad, eso no siempre es censurable. Hay quien viene al mundo con una tara o con una bendición y el tiempo los aparta o los arrima al veneno que finalmente los precipita en el vacío. Janis Joplin tenía la gracia de la adversidad tatuada en su cara brusca de niña rebelde. Su madre la matriculó en Bellas Artes en la Universidad de Texas en la creencia de que se la podría reformar. Ya adolescente había dado muestras de su querencia por el speed y ese no era un buen comienzo para ningún buen porvenir. Su rabia era la dinamo que movía su corazón y no había bálsamo más placentero que desfondarse (no es ninguna hipérbole) en un escenario para sanar el tormento de que se la apartara y considerara, en el gremio de los patitos feos, el líder de la panda. Lo que sucedía cuando abría su boca y cantaba es que el mundo comenzaba de nuevo. Como si se abriera la tierra y germinara la luz o como si el mismísimo cielo se viniera abajo y el cosmos, temeroso de que ella se enfadara, condescendiese a no contrariarla. Janis Joplin era una chica feota con un don. Probablemente estaba al tanto de esos dos atributos y pugnara por que uno apartara al otro y, al final, todo se condujera con armonía y la consideraran, entre el gremio de las divas, la más dotada para la liturgia. No fue siempre así. Antes de que coger un micrófono y exponerse a una audiencia fuese un acto natural, una especie de extensión espiritual, Janis Joplin padeció un severo miedo escénico. Lo paliaba con alcohol y con todas las sustancias tóxicas de las que tuviera noticia y, con idéntico desparpajo, de las que no. No aceptó su cuerpo, pero estaba feliz con su cabeza, así que la hizo danzar con experiencias intelectuales, estéticas, lisérgicas y sexuales. Todo en esa cabeza era traducido a sexo o a viajes tóxicos: "En el escenario hago el amor con 25.000 espectadores; luego me voy a casa sola". Es extensa la anónima y la pública nómina de amantes que la halagaron en la cama y es igual de extenso el inventario de fracasos amorosos que esas relaciones le depararon. Vestía estrafalariamente para ocultarse o para convertirse en otra: no Janis Joplin, la niña tímida que se arrogó el papel de heroína para que no la pisaran o para sobrevivir, sino otra que casi nunca saldría a la luz: la niña que amaba la música y la lectura, la que no deseaba que se rieron de ella en la escuela y le dieran de lado en los bailes de juventud. A su pesar, creo que no buscaba eso, aunque no lo desdeñara, fue la musa de todos los hippies del mundo. Desgañitarse, alcanzar un punto de sublime desquicio en sus gritos y en sus descensos al más dulce de los tonos, encontrar clásicos ajenos que hacer sentimentalmente suyos (Summertime, Ball and chain, Me and Bobby McGee, Piece of my heart, Little girl blue). Tierna o desbocada, daba todo lo que tenía de sí en un escenario. No hay disco grabado que registre su opulencia vocal en un concierto. Sus bandas (Big Brother & The Holding Company, Kosmiz Blues Band y Full Tilt Boogie) no la acompañaban. Creo que ninguna banda lo haría. Al modo de Jim Morrison, al que estampó una botella de Southern Comfort en la cabeza por insistir más de la cuenta para llevársela a la cama o que Jimi Hendrix, que murió escasas tres semanas antes que ella y por casi idénticos excesos, su magnetismo ocupaba la entera ocupación de cualquiera que la escuchara. También ellos eran un nombre y algunos músicos detrás, aunque dieran la talla. Pearl, el apodo cariñoso con el que la nombraban y título de su disco póstumo, se fue prematuramente. No sabemos qué habría hecho si no hubiese vivido 27 años. A pesar de que circulaba el rumor de que había dejado la heroína y solo se ponía con buen whisky, se había enamorado de un tipo con aspiraciones de novelista y traficante en los ratos libres. El chute que se dio era puro. Los allegados celebraron una fiesta en su honor. Unas doscientas personas recibieron invitaciones en las que se les hacía saber que "las bebidas son por Pearl". Se repartieron brownies espolvoreados con hachís. Una de las canciones más hermosas de Leonard Cohen la escribió en un restaurante polinesio de Miami un año después de que Janis muriera. En un día depresivo, después de un concierto sin mucho éxito, Cohen fue de bar en bar "buscando a Dylan Thomas, pero Dylan Thomas estaba muerto". De madrugada volvió al Hotel Chelsea, en donde vivía. Janis se montó en el ascensor con él. "Ella no buscaba a mí, estaba buscando a Kris Kristofferson; yo no la buscaba a ella, estaba buscando a Brigitte Bardot, pero caímos en los brazos del otro por una especie de proceso de eliminación", contó Cohen años después. El cantante canadiense reconoció arrepentirse de airear ese romance de una noche. No era de airear conquistas, aunque estuvieran todas a la vista. Eran tiempos de amor libre y de versos sueltos, eran los tiempos de los festivales más grandes que la propia vida (Woodstock, Monterey), era la loca subida a algún lugar desde el que nadie querría bajar nunca más. Queda la inmortal Chelsea Hotel no. 2, la que dice que el corazón de su amante era una leyenda y que él no era un hombre guapo, en la que no quería sugerir que aquella aventura durase para toda la vida. "Eso es todo, ni siquiera pienso con frecuencia".
No hay comentarios:
Publicar un comentario