28.8.22

240/365 Tristan Tzara

 



De pronto cabal y severo, tras una vida de libertinajes lingüísticos, pues es ese el campo donde ejerció su agresivo doctrinario, entró en trance consigo mismo, recogió en un texto pequeño los bártulos de la concordia y respiró en paz; sintió la luz invadirle el novicio pecho y consideró la posibilidad de quedarse allí, en esa espesura íntima recién franqueada. Al poco pensó a qué renunciaría, si el peaje sería asumible, si esa rendición le haría feliz o le ocuparía únicamente un intervalo gozoso y frágil de tiempo. No llegando a conclusión alguna, se dejo llevar. Atento a la irrupción de distracciones que lo apartaran de su empeño, convencido de que saldría ileso si la empresa fracasara, decidió por fin aceptar el viaje y fue lentamente despidiéndose de todo lo que le perteneció. Primero se desprendió del paisaje, que era un dispositivo mágico con seis vacas y un cielo con nubes marxistas. Cerró los ojos y se impregnó del rumor de las luces antiguas, del peso de las sombras conocidas. Pretendía bastarse con la memoria así que se adentró fieramente en ella. Contemplo con vacilación los arrullos de la madre, los abrazos de los amigos que fue haciendo suyos (ahí no estatuía Bretón), el candor de la siesta bajo los árboles de la infancia rumana y la penumbra de la fatalidad, la que lo acompañó y de la que sintió, en ocasiones, compasión y afecto, como si fuese extensión suya, propiedad verosímil y cómplice. Complacido, sonrió para sí, feliz. Vio que estaba bien y fue borrando los recuerdos. Uno a uno. No tuvo remilgos ni la flaqueza entorpeció su fortalecido pulso. No tenía prisa por lo que se aplico con esmero y no dejó vestigio que lo ligase al pasado remoto o al latente presente. Extinguió la memoria de los pájaros flambeados en la cesura de un verso, se desprendió de la lluvia, del ruido de la tormenta y del fragor de la ciudad. Renunció a su nombre y a su estirpe, no cayó en la tentación de dejar un objeto al que aferrarse si en alguna improbable ocasión era débil y deseara revertir el trayecto. Una vez que estuvo limpio, abrió los ojos y se prendó de la pujanza fantástica de lo real. Apreció con primerizo entusiasmo el destello del azul del cielo, que era endecasílabo o siderúrgico o famélico, según conveniencia; amó su coreografía lírica de nubes; respiró como si acabase de ser alumbrado al mundo; quiso pronunciar una palabra, pero le arredró no dar con una que explicara su absoluta alegría. En esa probatura de todas las cosas, un pensamiento incómodo le ocupó la conciencia. Al principio no le concedió trascendencia y razonó que remitiría con la misma facilidad con la que desaparecieron todas las cosas a las que voluntaria y festivamente renunció. Como el pensamiento fue a más, se descubrió temblando. La zozobra y la incertidumbre lo azoraron. Ninguna belleza le deslumbró, ninguna que lo cercara e invitara al goce fue festejada. Era el desconsolado y triste de antes. Era otro, pero vestido con las mismas grises vestiduras de antaño. Ahí lloró. Se compadeció de sí mismo, se arrepintió de haberse sacrificado. Cuando el llanto le abandonó, en ese instante dramático (pues es mejor llorar que no hacerlo), entró en trance nuevamente, amañó los bártulos del dolor y de la desdicha, la opulencia (dadaísta o surrealista) de la palabra, abrazó sin titubeo la incertidumbre y se dejó hacer cuando la vida lo arrojó de nuevo a su memoria. He aquí al poeta. Este fue Tristan Tzara. Antes de que no escribiera un solo verso más, antes de que abandonara el poema plenipotenciario, antes de que su discreción finalmente adquiriera su forma exacta y desapareciera, legó un apabullante ejercicio de coherencia con su tiempo y consigo mismo. Su poesía se ha convertido en una anomalía, lo cual quiere decir que la poesía sigue viva, que agita y conmueve. Tzara fue de un nihilismo promiscuo: se abasteció de todo, nada le era ajeno, ninguna manifestación de la realidad le incomodaba. 

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